lunes, 31 de diciembre de 2007

Un vestido para la ocasión

Aún no me puedo creer que haya aceptado la invitación de Pepe para ir a la fiesta de fin de año que va a hacer uno de sus amigos. Pero creo que puedo justificarme: estoy baja de ánimos y de energía, nadie más me ha invitado y no soporto la idea de quedarme viendo la televisión en Nochevieja cuando medio mundo está en la calle y baila feliz y contento.

He hecho prometer a Pepe que no me va a sorprender de nuevo con una bajada de pantalones o desapareceré de inmediato del sarao. La fiesta se va a celebrar en casa de Juan Carlos. He intentado que me cuente algo de todos ellos, pero sus descripciones dejan mucho que desear: “ni alto ni bajo, ni fuerte ni delgado, ni serio ni simpático”. Así que será una fiesta sorpresa, con unas quince personas aproximadamente, casados, solteros y algún que otro divorciado, como por ejemplo yo.

Esta vez iré más serena, me he jurado a mí misma no lanzarme sobre ningún varón hasta haberme cerciorado con calma de que su vida amorosa o sentimental no supone ningún impedimento. Otra fiesta haciendo el ridículo y me tiro de cabeza por el puente de la autovía.

Como el día lo tengo libre, he aprovechado para acercarme a las tiendas del centro en busca de algún vestido de fiesta para esta noche. He cogido manía al vestido negro, parece que cada vez que me lo pongo, una especie de maldición se apodera de mi persona, gafándome la jornada hasta que por fin me desprendo de él.

Es imposible transitar por las calles, pero es incluso peor estar dentro de las tiendas. Cientos de mujeres buscando precisamente lo mismo que yo se empujan sin mesura al acecho de las primeras ofertas de las navidades.

Tengo muy claro lo que quiero: un vestido muy corto, muy escotado y muy pegado a mi cuerpo, tal que si fuera mi segunda piel. Dos candidatos en mi mano y una larga cola de personas que conduce a los probadores. En breve sabré cual es el ganador: o el rojo con tirantes muy escotado aunque algo largo de falda o el de lentejuelas doradas, escote palabra de honor y suficientemente corto para que mis muslos luzcan sugerentes y apetitosos.

Por fin entro en uno de los estrechos probadores. Por más que miro, no veo ningún colgador para dejar mi abrigo, el bolso, la chaqueta, los pantalones, la blusa y el sostén, así que, intentando acordarme de mi época infantil en la que jugaba al baloncesto, intento encestarlo en la barra que sostiene la cortina de protección que me aísla de la muchedumbre. El cubículo no puede ser más pequeño, la luz es mortecina y el espejo se lo han ahorrado poniendo uno gigante y bien luminoso en el exterior al que irremediablemente hay que dirigirse para no comprar a ciegas. No puedo estar más sexy cuando salgo hacia él con mi vestido rojo y mis calcetines multicolores que llevo siempre que visto pantalones. Por lo menos, a pesar de todo, puedo presumir de buen tipo y no tengo que luchar contra ninguna cremallera rebelde como la mujer voluminosa que tengo a mi derecha intentando calzarse sin éxito un vestido de satén negro.

Al final decido contagiarme del espíritu hortera de las fiestas navideñas y me quedo con el vestido de lentejuelas doradas. Nueva cola para pagar, incluso aún más larga que la de los probadores. Cojo mi bolso y sorpresivamente lo encuentro abierto. Busco y rebusco dentro de él y compruebo asustada que me falta la cartera. Vuelo de nuevo al probador ante el griterío de las mujeres que siguen esperando en la cola y que piensan que me quiero colar. Me agacho y miro al suelo: dos pies desnudos, unos zapatos de tacón pero ni rastro de lo mío. Pregunto a la ocupante del lugar y ante su negativa y la de todas las mujeres con las que me voy cruzando, decido poner la correspondiente denuncia, no sin antes, pagar mi maravilloso vestido dorado con la única tarjeta que escondo en uno de los bolsillos interiores.

Camino a comisaría intento recordar mentalmente todas las tarjetas que debo anular, el dinero que tenía y todos los documentos importantes que hay que renovar. Todo un desastre para terminar el año.

Abrocho mi abrigo y busco en uno de sus bolsillos un pañuelo, tengo la nariz taponada y un alto porcentaje de probabilidades de haber sido víctima de un ataque de nuevas hornadas de jóvenes virus recién nacidos para fastidiar el nuevo año. Mi mano se queda paralizada cuando palpo precisamente la cartera que yo creía perdida. El susto ha desaparecido, pero a pesar de hacer memoria, no recuerdo haberla puesto ahí y estaba convencida de que en mi búsqueda yo había mirado todos y cada uno de mis bolsillos.

Di gracias a mi incipiente catarro por haberla descubierto justo antes de llegar a comisaría…


domingo, 30 de diciembre de 2007

Días de vino y espumillón


No me lo puedo creer. Mi madre ha invitado a Manolo a comer con nosotros el día de Navidad. Lo peor de todo ha sido encontrármelo ya sentado esperando mi llegada. Si lo hubiera sabido, ni aparezco. Aunque esté mal decirlo, no soporto a mi familia más de una hora seguida, pero si aderezamos el encuentro con la presencia de un ex marido entonces el tiempo de aguante se divide drásticamente a la mitad.

Así que sin poder evitar la situación, comí el pavo enfurruñada y echando chispas en cada tajada que metía en mi boca. Estaba deseando quedarme a solas con mi querida familia para soltar todo lo que ya no podía contener dentro de mí sin explotar.

Manolo se muestra aburridamente amable conmigo, empalagoso con mi madre y ocurrente con mi hermana. Ambas parecen entusiasmadas por su presencia y yo hago esfuerzos por no pensar mal de ambas en tan señaladas fechas. ¿Habrá sido una treta por parte de mi madre para vengarse del plantón en el restaurante?

La tertulia del café se me hace cuesta arriba y decido largarme de allí, escapando de la orgía alimenticia de los dulces y turrones. Me siento como una boa haciendo la digestión de un rinoceronte recién engullido, pero alegre por haber superado otra comida de Navidad.

A pesar de vivir lejos de mi madre, decido volver andando. El frío de la tarde alivia mi pesadez de estómago y reduce la temperatura de mi cuerpo. Las calles están llenas de gente, familias enteras paseando supuestamente en son de paz, parejas que se miran embelesadas tras haber pasado unas horas de separación obligatoria por los compromisos navideños, niños jugando con sus juguetes recién traídos.

La basura rebosa de los contenedores, cajas multicolores de los regalos de Nochebuena se apilan en los laterales. Todo lo que veo a mi paso me hace sentirme cada vez más sola, echo de menos ir de la mano de un hombre que me quiera, echo de menos no amar a nadie. Vuelvo a sentir la llamada de la selva cuando veo a las madres agarrando las manos de sus hijos.

Al llegar a casa me siento completamente hundida y desdichada, no tengo ganas de hacer nada y me refugio en mi cama deseando que pase pronto la Navidad.


sábado, 29 de diciembre de 2007

Mañana de resaca


Abrí los ojos, era ya de día. Una terrible jaqueca parecía querer aplastar mi cabeza contra la almohada. Intenté levantarme, pero las bochornosas imágenes de la noche anterior venían a mí una y otra vez y me impelían a volver a mi estado letárgico. Siempre he presumido de buena memoria, pero en ese momento hubiera pagado lo que fuera porque mis conexiones neuronales se tomaran unas cortas vacaciones y aprendieran a no ser tan puñeteras.

Miré el reloj: eran las dos de la tarde… ¿No era justo ese día cuando había quedado con mi madre y mi hermana a comer? Salté de la cama como pude, pasé por el baño fugazmente y me vestí apresuradamente. Había quedado a las tres en el restaurante y ya eran las tres menos cuarto. Sabiendo que tardaba media hora en hacer el recorrido en metro se imponía coger un taxi. Las relaciones con mi madre eran de todo menos buenas y la puntualidad para ella era una de sus terribles virtudes. Tras pasar aproximadamente una centena de taxis ocupados encontré por fin uno libre.

Le di la dirección y me relajé en el asiento trasero. En diez minutos llegaríamos a mi destino. Cerré los ojos intentando aminorar el intenso dolor de cabeza provocado por la resaca que arrastraba y reflexioné sobre la idea de acompañar a mi jefe en un viaje. Estaba casi convencida de que su proposición tenía bastante de indecente, y que, más que ampliar mis expectativas laborales lo que pretendía era abrir mis piernas. Tener un rollo con él podía ser un arma de doble filo y posiblemente, tras el affaire yo iba a tener todas las de perder. Vicente era un hombre casado y responsable padre de familia. Tras calmar sus deseos conmigo vendrían los remordimientos, el amor que profesaba a su querida esposa y a sus dos retoños. Verme cada día en la oficina aumentaría su desasosiego, las imágenes de cama que se hubieran desarrollado entre nosotros en el viaje palpitarían en su cerebro hasta que, irremediablemente, tomaría la decisión más drástica: prescindir de mis servicios y echarme a la calle. Desaparecer de su influencia aliviaría su congoja y se sentiría de nuevo feliz. ¿Y yo? ¿Qué sería de mí? Divorciada y en paro, no podía ser más terrible mi situación para el nuevo año.
-¡Vaya por Dios! ¡Hoy toca huelga de ganaderos! –Dijo el taxista liberándome bruscamente de mis pensamientos.

Miré el panorama que se nos venía encima. Una marabunta de gente con pancartas taponando la carretera, algún que otro animal de cuatro patas haciendo de comparsa, la policía delante de todos ellos y una ingente cantidad de resignados conductores viendo la película desde sus vehículos.
-¿No puede buscar un camino alternativo?
-Imposible, estamos rodeados.
Intenté llamar a mi madre desde el teléfono móvil, pero había olvidado cargar la batería. No me acordaba de su número de teléfono y menos del nombre del restaurante para pedir el favor a mi taxista y que llamara por mí.

Y allí me quedé, viendo como pasaba el tiempo mientras mi hambre evolucionaba de leve a desesperante. Pagué al taxi y salí del vehículo resignada a comer en cualquiera de los restaurantes de comida rápida que se amontonaban en aquella zona.

Los copos de nieve comenzaron a caer: por desgracia parecían anunciar oficialmente la llegada de la Navidad…


viernes, 28 de diciembre de 2007

La cena de Navidad III


Decidí cobijarme en la barra del bar y tomarme la última copa antes de irme a casa. La noche no podía haber sido más calamitosa. Mientras me servía la bebida miré mis piernas: una maravillosa carrera de un centímetro de grosor avanzaba por mi pantorrilla a gran velocidad. Imposible de disimular con nada así que opté por ir de nuevo a la zona de los baños evitando a Carlos, a Pepe y a mi jefe, Por fin estaba libre el baño de señoras. Me encerré a cal y canto, me quité con desprecio las medias y las tiré al cubo de la basura. El problema había desaparecido. Con la cantidad de alcohol que tenía en mi sangre dudaba que tuviera frío al salir de la fiesta.

Volví a la barra del bar donde me esperaba mi fuente de amnesia. Mientras bebía, mi jefe se acercó, mirando mis piernas desnudas con tal descaro, que tuve que apretar mis labios para no decirle lo que pensaba en ese momento.
-Necesitaba preguntarte algo.-Dijo de repente.
Lo sabía, sabía que no se iba a poder aguantar sin cerciorarse de lo que ya sospechaba, así que me inventé en ese mismo instante una pequeña historia.
-Verás Vicente, Pepe se cortó con algo y yo le acompañé al baño, le ayudé a limpiarse la herida, es que se marea con la sangre ¿sabes? Por eso me viste salir de allí.
Se quedó pensativo un segundo mirándome fijamente.
-No te iba a preguntar eso.
-¿Ah no?
-No. Lo que te quería preguntar es si no tienes ningún impedimento en acompañarme cuando pasen las navidades a un congreso en la capital. Dura tres días y puede ser bueno para tu expediente. Próximamente habrá algunos ascensos y tú estás entre los candidatos.

Le miré y no supe qué pensar. ¿Era realmente cierto lo que me estaba contando o mis piernas habían influido en su inesperada proposición?


jueves, 27 de diciembre de 2007

La cena de Navidad II

Tras las calabazas que me había dado Carlos me fui al servicio a refrescarme un poco y retocarme los labios. En esos instantes estaba ocupado y tuve que quedarme esperando en el pasillo donde se situaban. Pero la noche parecía que me iba a dar más sorpresas porque en ese momento, Pepe apareció, más ebrio que yo y con un rápido gesto, tiró de mi mano hasta que consiguió meterme, sin que me diera tiempo a reaccionar, en el servicio de caballeros.
-¡Pero qué haces! ¿Te has vuelto loco?
-Ninetta…yo…yo no he podido dejar de pensar en aquella noche en que viniste a mi casa. Siento que te debo algo y te lo voy a pagar ahora mismo.

Y Pepe, ante mi atónita mirada, se bajó pantalones y calzoncillos, se acercó a mí y me besó torpemente.
-¿Estás chalado? ¡Para ya!

Yo forcejeé, aunque no fue necesario emplear mucha fuerza pues enseguida se rindió y se apartó de mí.

-¡Qué vergüenza Ninetta! Cuando lo siento…Creo que estoy algo borracho.
Y Pepe, tras el ataque comenzó a llorar como un bebé. Su aspecto no obstante era aún más ridículo, seguía con el culo al aire y volvía a tener aquellos horribles calcetines, pero intenté no enfadarme y le consolé,
-Venga Pepe, que no ha pasado nada. Amigos de nuevo ¿vale?
-Si es que me siento tan ridículo.- Pepe seguía llorando y algún hipido se colaba entre sus sollozos.
-Anda, vamos a salir y bebes algo. Espera, salgo yo primero, no sea que nos vea alguien.

Salí del baño recolocándome el vestido con tan mala suerte que mi jefe, Vicente, en busca de alivio a sus riñones, se chocó conmigo en el estrecho pasillo que conducía a los baños, mirándome muy desconcertado al ver que había aparecido procedente del baño de caballeros. ¡Lo que me faltaba! Al ver a Pepe abrir la puerta del baño tras de mí sumaría dos y dos y sospecharía con toda seguridad que nos habríamos enrollado.

Una noche perfecta.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

La cena de Navidad I


La empresa en la que yo trabajaba “Díaz y Díaz SA” había cerrado el restaurante para todos sus empleados. Ningún miembro de la plantilla había faltado a tal acontecimiento, nadie podía desaprovechar la única cena gratis con que generosamente nos regalaba llegando tan entrañables fechas. No hubiera estado mal que, excepcionalmente, hubiera llegado además a cada una de nuestras casas una gran cesta de Navidad con todo lo necesario para atiborrarnos convenientemente y como Dios manda esos días. Pero no era el caso.

Me sentía mirada fijamente por más de un compañero que hasta ese momento ni siquiera había notado que existía en la empresa. En principio nada me ataba a mi vecino y la palabra fiel no tenía que formar parte todavía de mi vocabulario.

Con la vista de un ave rapaz en busca de presa conseguí encontrar algo que merecía la pena: un atractivo moreno, alto y delgado. Llevaba un traje gris marengo de corte moderno y una corbata rosa palo que se había aflojado hacía unos minutos por el extremo calor que se empezaba a acumular en el local. Fluyó mi ya sangre caliente a gran velocidad al ver aquel gesto que a mí me pareció tan sensual. No le conocía y no sabía como acercarme a él sin parecer una descarada. Tres copas más me dieron la valentía suficiente que necesitaba, aunque mi paso distaba mucho ya de seguir una línea recta.
-¡Hola, soy Ninetta! No te conozco.-le extendí la mano pero sólo para poder atraparle y plantarle dos sonoros besos en su cara.
-Hola, me llamo Carlos. Soy el nuevo asesor de relaciones interiores.

Eso es lo que yo necesitaba: un asesor íntimo y personal que se relacionara con mi ardoroso interior. De cerca me parecía aún más sexy y atractivo. Tenía unos labios potentes y definidos, sus ojos, a pesar de estar ligeramente hundidos, eran negros y muy expresivos. Yo bebía, hablaba sin parar y tocaba de vez en cuando su brazo tal y como me habían enseñado en unos cursos de comunicación interpersonal. Él se reía con mis ocurrencias y comentarios y parecía cómodo a mi lado. No vi ningún anillo en sus manos y además respondía mis preguntas trampa dándome las respuestas que yo deseaba: recién independizado de sus padres y viviendo de alquiler en un pequeño apartamento.

Mis recientes experiencias sexuales habían conseguido hacerme más atrevida y cuando sentí que él parecía acercarse físicamente a mí, fluyeron de mi boca todo tipo de proposiciones deshonestas dichas más o menos directamente.

Carlos me miró, sonrió de forma tierna aunque algo forzada y me dio un abrazo que yo traduje como una respuesta positiva a mi descaro. Nada más lejos de la realidad cuando llegaron a mis oídos dos palabras que martillearon mi interior repetidamente a modo de eco el resto de la noche: “soy homosexual”.

En ese momento, dejé que el alcohol bloqueara las neuronas para ser capaz de olvidar la penosa metedura de pata que acababa de tener.

martes, 25 de diciembre de 2007

Un poco de hambre tras el sexo


Tras hacer el amor, Andrés se repantigó en el sofá y yo me pegué una corta ducha. Me vestí y me senté a su lado. En ese momento sentía agotadas las piernas y un hambre feroz.
-¿Te apetece que prepare algo de cena?
-Claro. –Dijo Andrés sin desviar su mirada de la pantalla del televisor.
-No tardo nada, espera.

Y me fui a la cocina, contenta y feliz por agradecer culinariamente a mi vecino la maravillosa sesión de sexo con que me había sorpresivamente obsequiado. Mientras batía los huevos en el plato para preparar una tortilla, oigo a Andrés que me llama. Corro rauda al salón, me acerco a él y le beso.
-Anda chata, ¿no querrás traerme una cerveza y unas patatas fritas mientras espero la cena?
Y sin más que decir, me propina un pequeño azote en mis glúteos. Creo que en ese momento, si hubiera llevado una cofia, un delantal y una corta minifalda de camarera hubiera ido más a tono con el momento y con la forma de ser que parecía que tenía mi vecino, que con el camisón de satén rojo pasión que yo llevaba.

Lo cierto es que no le di mayor importancia, volví a prepararlo todo y pensé que al fin y al cabo, Andrés aún estaba en mi corta lista de candidatos a contemplar en mi vida amorosa.

Tras la cena, Andrés volvió a su hogar y yo a mi cama. Era una lástima que a la noche siguiente tuviera la cena de empresa, aquellas sesiones de sexo salvaje con mi vecino me dejaban el cuerpo realmente bien…



lunes, 24 de diciembre de 2007

Preparativos y sorpresas


Al día siguiente siento que no soy yo, sino un fantasma que vaga errante y dormido por la ciudad. No he podido pegar ojo en toda la noche. Pero tengo que hacer algo por mi aspecto dado que mañana se celebra la cena de Navidad de la empresa. Es una fecha que me temo cada año, no es la primera vez que me toca al lado en la mesa al típico compañero pesado y lastimero y me hunde para el resto de la noche con su optimismo y vitalidad.

Lo que sí es cierto es que es la primera vez que tengo una celebración tras mi divorcio. Pienso ir a ella sugerente, sexy, atractiva e irresistible, hay material humano para hacerlo posible. Mi vestido negro será la guinda perfecta para rematar el pastel.

He decidido olvidar a Andrés como un posible objetivo a tener en cuenta, es mi vecino sin más y un rollo pasado a relegar, juerga de una extraña noche y desenlace de un cúmulo de circunstancias que jamás volverán a repetirse.

Por fin llego a casa con mi botiquín de belleza. Lleno mi bañera de agua, dejo que el vapor inunde la estancia hasta que sentir que estoy en un baño turco. Creo que esta vez se me ha ido la mano dado que apenas veo donde he dejado la toalla y me he comido la esquina del lavabo con la rodilla, espero que no me quede marca para mañana. Me pongo una coleta alta, me desnudo y frente al espejo me hago una cuidadosa limpieza de cutis. El vapor moja mi piel, abre mis poros y destensa mi musculatura. Estoy relajada y me siento tranquila. Hoy cenaré a placer, sentada en mi sofá, mientras mareo los canales de la televisión con el mando a distancia.

En pleno ataque de mi rostro a cargo de una toallita limpiadora suena mi timbre. Imposible ser más inoportuno. Me pongo el albornoz, deshago mi coleta y en el pasillo voy pintando de memoria mis labios. Miro por la mirilla: ¡Es Andresito!

Atuso mi cabello nerviosa, ciño mi albornoz para darle un aspecto menos casero y abro cautelosa.
-¡Hola Ninetta! ¿Estás ocupada?
-Sí…bueno, no. Iba a darme un baño y a cenar.
-¿Me invitas a una cerveza?
Mi cabeza me decía que le mandara a paseo, pero mi zona púbica gritaba todo lo contrario, abrí más la puerta y le dejé entrar.
-¡Dios Ninetta! ¡Pero qué buena estás!
Y Andresito, sin cortarse lo más mínimo y sin previo aviso, me empuja contra la pared, abre mi albornoz y me hace tal recorrido con sus manos que llego a pensar que posiblemente tenga escondidas un par de extremidades superiores más. Sube mi calentura de 0 a 100 en una décima de segundo, el mismo tiempo que necesita para bajar sus pantalones y sacar su herramienta de placer. Me gusta la escena que veo en mi espejo imaginario: yo completamente desnuda siendo follada por mi vecino que ni siquiera ha tenido tiempo de desvestirse del todo dada la premura de su deseo por mí.

He vuelto a ascender a los cielos…



sábado, 22 de diciembre de 2007

Sospechas y nervios


He de hacer una visita a la boutique del detective. Necesito algo más sofisticado que lo que tengo en mis manos. Un vaso de cristal no es suficiente para poder oír lo que dicen al otro lado de la pared.

Estoy plenamente convencida de que Andrés no está solo en su dormitorio. Pero esta vez no es la escandalosa rubia de bote, sus gemidos le hubieran delatado. El muy capullo se acuesta conmigo un día y no tiene ningún reparo en acostarse con otra al día siguiente. No tiene vergüenza. Me siento despreciada y algo rabiosa. Vuelvo a pegar mi oreja al vaso pero me resulta imposible descubrir lo que andan haciendo. Es cierto que hay algún ruido que parece provenir del somier, pero no son nada rítmicos, eso me tranquiliza en parte.

Me levanto y voy a la cocina. Abro el frigorífico y veo lo vacío que está, necesito ir con urgencia a comprar o acabaré acudiendo de nuevo a algún teléfono de comida rápida. Caliento un poco de leche en el microondas y la sorbo pausadamente. Necesito relajarme y dormir. Vuelvo a mi lecho y me acuerdo del juguete que me compré en la sex shop y que aún no he estrenado. ¡A la porra Andresito! Hoy me dedicaré al onanismo puro y duro.

El juguete satisface con rapidez todos mis deseos, he perdido la cuenta del número que orgasmos que he tenido. Vuelvo a estar tranquila. Mis ojos se cierran y noto que mi enfado se ha diluido. No tengo pruebas de que estuviera en compañía, los tabiques son finos y quizás los ruidos procedían de otro piso. Pobre, con lo cansado que parecía y yo pensando mal de él… es lógico que estuviera agotado, la noche anterior había sido terrible.

Me invade el sueño por fin, el silencio vuelve a apoderarse de mi dormitorio hasta que, tras unos minutos, es bruscamente interrumpido por una serie de ruidos con un ritmo constante procedentes del colchón de mi vecino. Abro los ojos furiosa y la palabra “cabrón” fluye de mis labios sin poder evitarlo.

El sueño se ha esfumado y tengo los ojos como platos…


jueves, 20 de diciembre de 2007

Un día soleado


Ando por la calle de la misma manera que lo hace la Pantera Rosa en los dibujos animados, sonrío y miro el cielo. Está completamente azul. Tras unos días de terribles nieblas vuelve a brillar el sol. Me siento radiante, una mujer nueva, creo que hasta el pelo lo tengo más suave y brillante.

Acostarme con Andrés ha sido la mejor terapia que haya podido tener tras mi ruptura. He descubierto mundos nuevos, sensaciones que no podría describir con palabras, me siento plena y feliz.

Observo a Pepe en el trabajo, pero a pesar de que me concentro y me esfuerzo, no puedo evitar verle en mi imaginación desnudo, con los brazos en cruz y con sus calcetines negros puestos. Ahora me alegro de que se durmiera y no haber hecho el amor con él. Para eso ya tengo a mi vecino de al lado. Él se ocupará de satisfacer todos mis deseos cuando se lo requiera. ¡Y lo cómodo que resulta! Tenerle tan a mano en todo momento es una gran ventaja, se ahorra tiempo y más en una gran ciudad como ésta de grandes distancias.

Mi inquieta imaginación se desborda. Pienso en el tabique que podríamos tirar para poder unir los dos pisos y hacer nuestra amorosa mansión. Me he convertido en arquitecta, ya puedo ver a los obreros picando el muro que nos separa.

Al llegar a mi casa, me dirijo a su casa para darle un pequeño regalo que le acabo de comprar en un ataque romántico: una bolsa de bombones en forma de corazón. Llamo al timbre y espero que me abra. Tarda bastante para ser una casa tan pequeña. Pego mi oreja a la puerta y oigo algún que otro ruido. Vuelvo a llamar, no me corto y dejo mi dedo largo rato sobre el pulsador. Por fin sale Andrés casi desnudo, con una toalla alrededor de su cintura colocada con muchas prisas, seguro que si quita la mano que la sostiene conseguiría ver todo un primer plano de su miembro.
-Hola Andrés. ¿Qué tal? Iba a mi casa pero antes quería darte algo…
-Hola Ninetta.-Andrés apenas asoma su cara, tiene la puerta casi cerrada y está bastante serio y algo nervioso. –muchas gracias, mañana me lo das, me encantan los bombones. ¿Vale? He tenido un día duro y estoy agotado.

Me tira un beso al aire, me guiña un ojo y me da con la puerta en las narices.

Me voy a casa un poco ofuscada, abro la bolsa con los bombones rechazados y me como uno.

¿Estará con alguien?


sábado, 15 de diciembre de 2007

Madrugada de placer


No me he equivocado, Andrés está tan erecto como despierto. Me mira entre pícaro y sonriente, adivino su deseo, que es el mismo que reflejan mis ojos. Ni una palabra para fijar posiciones, las hemos fijado en silencio, dejamos que sean nuestros cuerpos los que hablen su propio lenguaje. Andrés me ha bajado el tirante del camisón y acaricia mis pechos. Estoy como una gata en celo, hipersensible a cualquier mínimo roce y le acaricio con necesidad. Me gusta su cuerpo, es delgado, tiene buen tipo y algún que otro músculo bien posicionado. No tiene barriga y eso es una grata novedad para mí. Me recreo dibujando la trayectoria de una serpiente imaginaria con mis dedos sobre su piel, me gusta sentir el calor que desprende, mis manos se han calentado, las yemas de mis dedos aprecian el más mínimo detalle del recorrido que le hago.

Andrés se incorpora y me ayuda a quitarme el camisón por completo, mira mi desnudez con tal detenimiento y concentración, que sin querer, empiezo a sonrojarme y disimuladamente pongo mis brazos sobre mi cuerpo. Pero Andrés mueve negativamente la cabeza, me aparta los brazos, quita las sábanas y comienza a saborear mi piel en sus labios. Es un dulce tormento, un escalofrío recorre mi cuerpo de arriba abajo, a veces he de reprimir una nerviosa risa, siento cosquillas a su paso, otras veces, no reprimo mis jadeos, las cosquillas han desaparecido y sólo percibo un maravilloso goce. Es tal el placer que me produce que suplico con la boca pequeña que no siga, no puedo resistir más sus labios. En esos momentos desearía que me penetrara.

Me da la vuelta y recorre mi espalda con su lengua en punta. A medida que va pasando por cada centímetro de mi piel mi vello se eriza como agradecimiento, todo un saludo marcial. Ataca mi cuello sin piedad, me mordisquea suavemente y yo me he rendido a él, estoy húmeda y excitada como nunca.

Me doy la vuelta y me encuentro cara a cara con él, quiero darle las gracias como se merece, me pongo de rodillas y le pido que se tumbe. Recorro a base de besos su pecho y su vientre, juego con mi lengua, aleteo con ella hasta que llego hasta su miembro. Lo rozo con mi lengua, estiro su fina piel entre mis labios, lo lamo y lo chupeteo, juego con él. Me gusta su sabor. Mis manos acarician sus piernas, me acerco hasta sus nalgas y sigo con un dedo la unión de ambas.

Andrés me pide en un susurro que no siga, está muy excitado, se tumba sobre mí y tras unas pequeñas presentaciones, se lanza directamente al hoyo. Ya no veo la humedad del techo, ni el cuadro de la pared, estoy flotando entre sueños. Abro los ojos y entre jadeos, le hablo del tema de la planificación familiar. No puede haber mejor momento para plantearlo.
-Tranquila, lo tengo todo controlado.

Me lo creo o eso es lo que quiero. Con su comentario me basta y damos por zanjado el tema. Además, me he dado cuenta de una cosa: no tengo preservativos en mi casa, mañana sin falta voy a la farmacia a comprarlos. Sigo disfrutando e inesperadamente siento una oleada de espasmos que atacan todo mi cuerpo dejándolo laxo. ¡OH Dios mío, es la primera vez que tengo un orgasmo mientras hago el amor con un hombre! Señalaré este día para siempre en mi calendario, más importante que mi boda, mi primera comunión o el día en que malamente, perdí la virginidad con Manolo. Soy feliz.

Descansamos tras la fiesta. Andrés duerme abrazado a mí y yo sigo en mi nube. ¿Me estaré enamorando?


miércoles, 12 de diciembre de 2007

Sueños nocturnos

Como contraposición a la terrible noche que he pasado, mis sueños nocturnos son placenteros, me recuerdan a los que tenía en la adolescencia, cuando disfrutaba frecuentemente de orgasmos estando dormida. Sueño que hay un hombre a mi lado, siento su calor, su tacto. Mi piel se aviva con sus suaves caricias, mi sexo se despereza por fin. Froto mis piernas entre sueños, me doy media vuelta, extiendo mi brazo y noto con sorpresa que no es la almohada. No sé si abrir los ojos o permanecer en la ignorancia más absoluta. Opto por lo primero y veo que Andrés o un fantasma parecido a él, duerme plácidamente en mi lecho. Me incorporo bruscamente, abro la boca para decir unos cuantos exabruptos pero su aspecto me enternece, me acuerdo de la noche que ha pasado el pobre y me reprimo.

Me vuelvo a recostar, me pongo de lado y observo su sueño: no ronca, no emite ningún sonido, su sueño es tranquilo y pacífico, me gusta. Mi curiosidad me lleva a levantar las sábanas y ver de qué guisa se ha introducido en mi cama. La luz que entra por la ventana procedente de las farolas es suficiente para comprobar que mi vecino está completamente desnudo.

Siento como si un tsunami se apoderase de la parte más caliente de mi cuerpo, me doy media vuelta dándole la espalda intentando abstraerme de mi inquilino y me concentro en el cuadro que cuelga de mi pared y que tantas veces he mirado mientras hacía el amor con Manolo, tantas como la gotera del techo. En esos instantes yo no estaba sólo excitada, estaba más salida que el pico de la mesa de mi cocina…

Imposible dormir. Andrés a mi lado ha hecho saltar todas mis alarmas sexuales que me avisan de que llevo una precaria situación en dicho terreno. Siento mi clítoris inflamado, mi vulva está húmeda y no puedo dejar de imaginarme mi propia película: me quito el camisón, me arrimo a Andrés y el calor de mi cuerpo a su lado le hace despertarse. Me sonríe y me atrae aún más hacia él, acaricia mi cuerpo, se pega a mí y siento entre mis piernas como su miembro lucha contra la Ley de la gravedad. Nos besamos, nos revolvemos entre las sábanas y hacemos el amor el resto de la noche.

La película se repite en mi mente, cada vez es más detallada, la visto de colores, la adorno con flores y le añado algo más de morbo, sexo y orgasmos. Lo cierto es que sin querer, o eso es lo que yo quiero creer, me he pegado a él, he flexionado mis piernas y una de mis rodillas roza su miembro desnudo. El sólo hecho de sentir su tacto me hace enfermar de deseo, ahora sería una esclava perfecta, muero por un achuchón con mi vecino. Siento que en esos instantes el sexo es mi alimento, el aire que necesito para seguir respirando.

No sé si mis deseos me están provocando alucinaciones, pero siento que mi rodilla está tocando algo cada vez más duro…


sábado, 8 de diciembre de 2007

Volando hacia urgencias


Iba por las calles a toda velocidad, intentando apurar en las curvas y saltándome más de un semáforo en rojo. A esas horas las calles estaban prácticamente desiertas y apenas había tráfico salvo taxis y algún que otro cliente motorizado en busca de prostitutas.

Andrés a mi lado se retorcía sin parar, no abría la boca excepto para soltar algún gemido quejumbroso. Estábamos ya cerca del hospital cuando al ir a torcer en la penúltima calle veo de nuevo un semáforo acechando a cambiar a encarnado, acelero el motor, pero no me doy cuenta de que delante de mí hay otro vehículo más civilizado que frena bruscamente. Piso el pedal de freno a fondo, pero hace años que no hago un cambio de ruedas y patinan hasta que inevitablemente me empotro contra el trasero del otro vehículo. Andrés ha pasado de sus plañideros lamentos y de sus “¡ay!” a unos terribles alaridos que me dejan aturdida. Maldigo mi mala suerte en el idioma que domino.

Froto mis ojos e intento pensar que nada de lo que me está pasando es real. Los ojos se me nublan cuando veo que no hace falta llamar a un agente de la autoridad para que me ayude a rellenar los papeles que creo que tiré la última vez que limpié el coche. Precisamente he chocado contra un vehículo de la policía. El golpe no ha sido muy fuerte. Intento relajarme ante la llegada de los “amables” ocupantes del coche accidentado por mí. El daño material ha sido escaso, pero la multa que me va a caer va a ser de órdago. Intento explicar mi estado de nervios, la cara de dolor de mi acompañante me ayuda a que se crean toda la historia, o eso quiero creer. Me extienden el papel con el castigo, relleno los documentos del parte y firmo todo lo que me ponen por delante. Parecen satisfechos por fin y amablemente nos escoltan hasta el hospital. Creo que realmente han pensado que todo era una mentira y sólo se están cerciorando de lo contrario. El letrero luminoso de urgencias parpadea rítmicamente y se asemeja a un letrero de un prostíbulo de carretera. Los policías ayudan a Andrés a entrar en la sala de espera y les sigo.

Hemos tenido suerte y han atendido a Andrés antes que a nadie. Parece que ha sufrido un corte de digestión. Sale de la consulta con mejor cara, sabiendo que no es la última noche de su vida. Aún tiene dolores pero está más calmado.

Volvemos a casa, me mira con ojos de cordero degollado y me cuenta que no le apetece pasar el resto de la noche solo. Me pide titubeante que le deje dormir en mi casa. Tengo que revisar mi buzón, no sea que alguien haya cambiado el nombre de “Ninetta” por el de “Pensión Paqui”

Le he cedido la habitación de invitados, creo que tras muchos años de ser el cuarto de la plancha, por fin puedo hacer uso de dicho nombre.


martes, 4 de diciembre de 2007

Una visita inesperada


Unos golpes en la puerta me despertaron inesperadamente. El timbre sonaba imperativo y me asusté. Miré la hora: ¡Las tres de la mañana! Si era Manolo de nuevo con cara de pena lo asesinaría lentamente. Me puse el albornoz de mala gana y miré por la mirilla: era Andrés, mi vecino.
-Ninetta, ¿me puedes ayudar? –Dijo mi vecino siquiera antes de abrir.
-Ya voy, espera.

Abrí la puerta y le miré de arriba abajo. Iba descalzo y con unos boxers como único atuendo. Apoyaba una mano sobre la pared mientras con la otra se agarraba la barriga, con un gesto de profundo sufrimiento.
-Me encuentro fatal. Siento un terrible dolor en el estómago y me he desmayado dos veces.

Su cara era un poema. A pesar del frío que entraba procedente del portal, tenía el rostro lleno de gotas de sudor, su cuerpo temblaba y estaba tremendamente pálido. Realmente me asusté.
-Pero ¿qué te ha pasado?
-No lo sé, me he empezado a encontrar mal después de cenar y ahora no soy capaz ni de conducir. ¿Me podrías llevar en tu coche al hospital?
-Claro pasa, enseguida me visto y te acompaño.

Me puse lo primero que encontré en mi habitación: la ropa del día anterior: unos pantalones y una blusa. Por un día no pasaba nada que me olvidara de mi ropa interior.
-¿Tienes algo para ponerte Andrés? Hace un frío de muerte en la calle como para que vayas de esa guisa.

Mi vecino no podía articular palabra, depositó sus llaves en la palma de mi mano y aprovechó para retorcerse de nuevo en mi sofá.

Entré en su casa como una exhalación y busqué en su armario algo de ropa y unos zapatos. No pude dejar de fijarme en las fotografías de mujeres desnudas que había colgadas en la pared de su dormitorio. ¿Serían esas todas sus conquistas?

Ayudé a Andrés a vestirse. En ese momento ya ni me acordaba de mi encontronazo de aquella tarde con él. Cogimos el ascensor hasta el garaje y salimos a toda velocidad en dirección al hospital.
¿Cuándo volvería a mi cama de nuevo?


sábado, 1 de diciembre de 2007

De regreso al hogar


Por fin llegué a mi casa. Estaba aún algo abochornada por el traspié que me había dado en la calle y deseaba no encontrarme en una buena temporada con mi vecino de enfrente, pero no las tenía todas conmigo, dado que realmente pensé que alguien que me quería mal me había echado el mal de ojo ¿Sería acaso mi ex suegra?

Entré en mi dormitorio y contemplé la caja con mi nuevo juguete. Me desvestí con premura y lo saqué con cuidado. No había que tener muchas luces para saber su uso correcto: abrir tapa, coger pilas, meter pilas, cerrar tapa, dar botón, abrirse de piernas y hacerlo desaparecer poco a poco disfrutando lo máximo posible. Me tumbé en la cama, cogí mi nuevo amante y lo unté generosamente con el lubricante que acompañaba al mismo de regalo. Poco lo necesitaba, el hecho de tenerlo entre las manos había sido más que suficiente para hacer manar todo un manantial entre mis muslos.

Justo en el instante en que iba a atacar la fortaleza suena el teléfono. Miro la pantalla y veo que es mi madre la que llama en el momento siempre más inoportuno. Me olvido de él y vuelvo a lo mío: a mi castillo y a la puerta abierta para que entre el nuevo guerrero. Pero el teléfono vuelve a sonar, el sonido del timbre se mete en mis oídos desagradablemente, intento hacerle un vacío, me concentro en la labor, pero por tercera vez vuelve a sonar. Lo descuelgo malhumorada, espero que sea algo realmente grave lo que mi madre quiera decirme a estas horas.
-¡Hola hija! ¿Dónde te metes?
-Acabo de llegar a casa. Dime.
-Sólo te llamaba para ver como estabas.
-Muy bien, estoy cansada, mañana hablamos ¿de acuerdo?
-Es que estoy preocupada por María. No ha dormido en casa esta noche
-No le pasa nada, sólo necesita despabilar un poco. Ha dormido conmigo.
-Vaya... Yo pensaba que a lo mejor estaba con Fernando.
-¿Su ex? ¿Pero no te has enterado de que lleva tiempo liado con otra? Parece que no quieres entenderlo. Bueno, te dejo, que mañana madrugo.

Pero mi deseo de colgar se vio truncado por una madre persistente y con mucho tiempo libre. Era imposible cortar la conversación, daban igual mis repetidos silencios, o el hecho de que no contestara sus interrogantes. Yo sabía que no esperaba ni deseaba respuesta alguna por mi parte, sólo quería criticar, intentar sonsacarme información de mi vida, de la de María y de quien estuviera a nuestro alrededor. Estaba aburrida, con mi maravilloso pero aún virgen e inerte juguete en mi mano, deseando que cobrara vida. Me tumbé en la cama mientras mi madre continuaba con su apasionante sermón. Yo ya conocía cada detalle de su perorata y sin querer fui entrando en un estado de ensoñación, con el teléfono en una mano y el juguete en la otra hasta que por fin, la voz de mi madre entró en mis oídos suavizada, como una dulce nana ausente de todo reproche.

Me había quedado profundamente dormida.