martes, 26 de febrero de 2008

¡Tierra, trágame!


No me lo podía creer. En aquella pantalla de tamaño gigante estaban exhibiéndose las fotos porno que mi vecino Andrés me había hecho hacía unos días. Me pude ver a mí misma desnuda, con las piernas abiertas y enseñando los encantos que tenía a buen recaudo en ese momento. Corrí veloz hacia mi portátil para parar cuanto antes la avería, pero el ordenador no daba muestras de obedecer las órdenes que le daba. Se había bloqueado inesperadamente, era un complot informático contra mí en toda regla. Dado que el programa seguía proyectando todas las fotos de la carpeta que las contenía sin parar, opté por una solución drástica pero efectiva: quité la batería al portátil y la pantalla del Palacio de Congresos inmediatamente volvió a lucir aquel blanco virginal que yo había ultrajado. Ahora sí que era el momento de salir escapada de allí, agarrar mi falda con las manos, subirla ligeramente para que su estrechez no resultara un impedimento y correr tan aprisa como me dejaran mis zapatos de tacón. Pero no lo hice. Algo me impulsaba a seguir con mi exposición a pesar de todo. Y lo hice, continué con el tema como si nada hubiera pasado, intentando mostrar que el contratiempo no me había afectado en absoluto, eso sí, esta vez, absteniéndome de ningún tipo de inoportuna proyección.

El resto de mi trabajo lo hice apresuradamente. Nada deseaba más que terminar y bajar de la tarima donde se ubicaba mi particular horca. Miré a mi jefe por un instante, pero sus ojos no mostraban ningún tipo de emoción ante lo que me había pasado, aunque sabía que nuestra relación no iba a ser la misma desde aquel día. Esa misma tarde me conectaría a Internet aprovechando el wifi gratuito que nos proporcionaba el hotel y comenzaría a buscar trabajo, porque dudaba que Vicente quisiera saber nada de mí tras el desastre.

Por fin terminé y ante mi asombro, los aplausos retumbaron en la sala. Todo el mundo sin excepción aplaudió con ganas mientras yo me retiraba discretamente por un lateral y me sentaba de nuevo con Vicente. Tenía la boca seca, me picaba la garganta, el corazón parecía que me iba a estallar y tenía una extraña sensación de no ser yo la que había estado en aquel púlpito mostrando mis más oscuros secretos.

Al sentarme al lado de Vicente, volví a mirarle interrogativamente buscando una respuesta a mis temores, pero seguía sin encontrarla. Tan sólo me indicó con un gesto que me sentara, el nuevo ponente ya iba a empezar y rogaba de nuevo que se hiciera el silencio en la sala, mas la algarabía que se había montado tras mi exposición y los comentarios que unos a otros se hacían mientras me miraban de reojo, parecían impedirlo. Adiós a mi ascenso y adiós con toda seguridad a mi sueldo mensual. Me había hecho famosa de la manera más inesperada y no precisamente la mejor para mi carrera profesional.

Evidentemente, el resto de las ponencias me sobraban. Era incapaz de estar mínimamente atenta a nada de lo que allí se decía, lo cierto es que me daba ya todo igual. Estaba agobiada, deseaba que terminara el congreso y quería regresar al calor de mi hogar, meterme en mi cama y taparme con las sábanas olvidar todo lo acontecido.

En ese momento una sola idea comenzó a dar vueltas en mi cabeza: mataría a Andresito la próxima vez que le viera…

miércoles, 20 de febrero de 2008

La presentación


Al día siguiente, Vicente vuelve a ser el mismo de siempre. Le miro discretamente e intento averiguar si recuerda su peculiar comportamiento de la noche anterior, pero no encuentro ningún extraño gesto en él, ni una mirada abochornada y parece que su mente ha bloqueado por completo cualquier tipo de recuerdo vergonzoso del pasado.

Salimos aceleradamente hacia el Palacio de Congresos tras tomarnos en el hotel un rápido desayuno. Soy la primera ponente del día y estoy aterrada. Vicente se sienta en la primera fila mientras yo me acomodo en la larga mesa de madera colocada en la tarima desde donde realizaré mi exposición. Saco mi portátil y abro el programa que usaré en la presentación. Lo he programado para no tener que ocuparme de ir pasando manualmente con el ratón cada una de las fotos y diapositivas que mostraré. No me fío de mis nervios y he tenido hace dos días una pesadilla en la cual los dedos se me enredaban en el teclado mientras toda la gente se quedaba estupefacta ante mi torpeza. Siento mis manos temblorosas y me entra tal miedo escénico que se me ocurre la peregrina idea de irme corriendo de allí y no volver. Me mareo viendo la ingente cantidad de gente que ya espera paciente en sus butacas, desde abajo no me parecían tantos. No estoy acostumbrada a hablar en público y menos ante multitudes y ahora echo de menos no haberme apuntado a aquel curso subvencionado por la Cámara de Comercio en el cual enseñaban en 400 horas el arte de la oratoria.

Vicente me hace un gesto de triunfo con la mano intuyendo mis nervios, mueve los labios despacio para que yo pueda leer lo que me dice, creo que es “todo saldrá bien”, le hago una mueca intentando mostrar tranquilidad pero creo que a nadie puedo engañar. Cuento hasta diez mentalmente y tras mirar a los presentes rogándoles silencio, inicio mi exposición. Me sorprende escuchar mi voz amplificada en la sala, me parece más grave y potente de lo habitual y siento que mis nervios comienzan a moderarse. Sé mi perorata de memoria y la podría recitar hasta con los ojos cerrados. Me siento más segura e incluso me atrevo a levantarme de la mesa y pasear por la tarima mientras miro convencida al público que me escucha. Sus caras son de interés y atención total aunque veo alguna que otra mirada fija en mis piernas. No me importa, al contrario, me siento orgullosa de mis dos extremidades inferiores. De vez en cuando miro fugazmente la gran pantalla colgada detrás de la mesa. El ajuste entre mi ponencia y las fotos es perfecto, no me esperaba tal exactitud con lo poco que lo he ensayado.

Pero algo sucede de repente que hace cambiar las caras serias de los asistentes por gestos de sorpresa e hilaridad. La gente comienza a removerse en los asientos y noto que más de uno suelta una escandalosa carcajada. Yo sigo con mi exposición intentando pensar qué es lo que les está haciendo tanta gracia de la misma. No creo que tenga que ver con lo que les explico en ese momento, estoy en pleno proceso de despidos masivos en mi empresa imaginaria, me sorprendería la actitud poco solidaria de todos aquellos que me estaban escuchando.

Fue entonces cuando me di la vuelta y contemplé con estupor lo que estaba mostrando en la pantalla…

sábado, 16 de febrero de 2008

Locuras a medianoche


Vicente está de pie al lado de mi cama, con los pantalones de su pijama bajados. Lo peor no es su parcial desnudez, ni haber visto con todo detalle la selvática mata de pelo que resguarda la piel de sus piernas, lo insólito es que está haciendo unos extraños ejercicios gimnásticos con su mano derecha. Dada su velocidad, estoy convencida de que utiliza la bomba de la bicicleta con tal maestría, que es capaz de inflar cualquier objeto en cuestión de décimas de segundo. ¡Mi jefe se está masturbando delante de mis narices!
-¡Vamos Ninetta, acerca tu boca!
-¿Estás mal de la cabeza o has bebido? –dije yo anonadada.
-Agarra mi pene, anda, acércate. Quiero tocar tus pechos.
-¡Déjame en paz y duérmete! Voy a tener que llamar a recepción…

Vicente se había transformado por completo. Ya no era el hombre educado y rígido en sus formas que yo conocía sino alguien desinhibido al que le había cambiado hasta la forma de hablar. No puedo dejar de mirarle y me es imposible aceptar que Vicente sea un exhibicionista ocasional. Hay algo en mi interior que me dice que algo no funciona bien, así que decido hacer una última prueba antes de pedir ayuda encendiendo la lámpara de mi mesilla, quiero comprobar que no soy víctima de ningún sueño provocado por los nervios y ver con mis propios ojos que es Vicente el extraño protagonista de la madrugada y no un loco peligroso que hubiera entrado por la ventana. A la luz, la realidad es espeluznante, Vicente sigue masturbándose convulsivamente mientras repite una y otra vez las mismas palabras: “Ninetta, ven aquí, acerca tu boca. Quiero tocar tus pechos”

Mi jefe parece estar poseído, hipnotizado y sigue practicando el onanismo frente a mí. Tiene fijada su posición y ni siquiera hace visos de acercarse a mí, cosa que me resulta sospechosa. Pero lo que me ilumina por fin en la noche no es la lámpara, sino el hecho de ver que tiene sus ojos cerrados. Es entonces cuando yo abro los míos: ¡Vicente es sonámbulo! Esto me hace tranquilizarme en parte y hasta me atrevo a acercarme a él.
-Ven anda, que te llevo a la cama.

Sorprendentemente se deja llevar dócilmente de regreso a su lecho. Ha dejado de masturbarse así que le subo los pantalones con cuidado de no despertarle, me acuerdo haber leído de refilón en alguna revista que es peligroso hacerlo, supongo que en este caso más. Le ayudo a tumbarse y le arropo como si fuera un niño. Se acurruca y continúa durmiendo plácido y relajado. Parece que la crisis nocturna ha sido superada con éxito.

Cuando por fin vuelve la paz al dormitorio reflexiono sobre su comportamiento. Nada es lo que parece. Mi jefe es un hombre reprimido de día que necesita desatarse de noche para sobrevivir. Así que el perfecto hombre casado padre de familia no es tan feliz como yo pensaba…


sábado, 9 de febrero de 2008

Despistes de última hora

Tras degustar una frugal cena en el restaurante del hotel, Vicente y yo volvimos a la habitación. Cualquiera podría pensar al vernos que estábamos casados, la falta de confianza mutua que se desprendía de nuestro frío trato podría confundirse, para el que se cruzara con nosotros, con el típico aburrimiento conyugal en el cual el silencio hace acto de presencia al no haber ya nada que decirse. Me siento agotada y tremendamente cansada, en parte quizás se debe a los nervios que afloran en mí cada vez que recuerdo que mañana soy yo la ponente que aburrirá al resto de mis temporales compañeros. Confío en que la suerte me acompañe en mi exposición. No tengo siquiera las fuerzas necesarias para afrontar un último repaso de la misma.

Es la hora de la ducha y he insistido a Vicente en que sea el primero. Me apetece tomarme mi tiempo en el baño y confiar en que a mi salida, Vicente se haya dormido. Por más que busco y rebusco en mi bolsa de viaje no encuentro mi pijama. ¡Estaba convencida de que lo había metido! Extraigo mi ropa de la bolsa y hago un montón con ella encima de la cama. Es inútil buscar más, lo he olvidado. Lo peor de todo es que he venido con la ropa justa y nada de lo que tengo lo encuentro mínimamente válido para pasar la noche, así que la opción será dormir completamente desnuda, cosa que me encanta, pero no precisamente en esta situación y con mi jefe a menos de dos metros de distancia.

Vicente ha tardado tres minutos de reloj en salir del baño. Es mi turno: me ducho, me desmaquillo la cara, me peino y me doy un coqueto toque de carmín en los labios. Cojo la toalla y me envuelvo en ella recordando de memoria las túnicas de las películas de romanos que pude ver en mi infancia.

Al salir, veo que Vicente sigue despierto, está sentado en su cama leyendo el periódico. Mira extrañado mi atuendo y yo intento irme a toda prisa a mi lecho. Pero la suerte no me acompaña, me piso la toalla, tropiezo y ésta cae al suelo seguida de mi bolsa de aseo. “En pelotas con mi jefe” podría ser el típico título de una película porno de bajo presupuesto protagonizada por ambos en ese momento, pero lamentablemente era la cruda realidad. La palabra “torpe” se había sellado a fuego con mi nombre.
-Vaya Ninetta…-dijo mi jefe bastante azorado.
-¡Qué despiste tengo! Me he dejado el pijama en casa… Creí que lo tenía.
-No tengo nada que dejarte para que te pongas.
-No pasa nada, hace calor en la habitación, espero que no te importe.
-Al contrario… Perdón, quería decir que no hay problema. –Terminó diciendo algo nervioso.

Me meto en la cama, deseo a Vicente que pase una buena noche e intento dormirme dejando mi vista perdida en la tenue luz que se vislumbra tras las cortinas. Tras aproximadamente diez minutos, el sueño se apodera de mí por completo, ya nada me preocupa.

De madrugada, la voz de mi jefe hace que me despierte bruscamente. No puedo creer lo que ven mis ojos, los abro y cierro repetidas veces para cerciorarme de lo que está pasando es real, me pellizco suavemente y confirmo que estoy despierta. Jamás me imaginé algo parecido…




lunes, 4 de febrero de 2008

En el hotel

La mirada que inconscientemente debí de echar a Vicente no debió ser muy amigable, dado que éste se excusó de inmediato.

-No deberías preocuparte, soy un hombre casado. Puedes estar completamente tranquila conmigo.

-No hay problema, lo sé –concluí yo, intentando demostrar seguridad aunque interiormente estaba algo dubitativa.

Precisamente no hacía mucho tiempo había leído en un periódico el elevado porcentaje de infidelidad que se daba entre los hombres casados. Echar una cana al aire debido al hastío y aburrimiento de la vida conyugal se había convertido en un hecho habitual e incluso había experimentado en los últimos años un notable incremento debido al auge de las nuevas tecnologías y a la posibilidad de ligar fácilmente desde casa. Los chats eran la puerta hacia la perdición de muchos de ellos, era más fácil seguir con la rutina que cortar valientemente por lo sano como había decidido yo.

Quizás Vicente era la excepción en ese mar de pecadores: un trébol en un campo de grama, el perfecto casado, feliz con su vida conyugal, aún enamorado de su bella esposa y buen padre de sus hijos, educados, obedientes y un ejemplo a seguir entre sus compañeros del colegio de pago al que acuden, que por supuesto es bilingüe. Desconocía sus aficiones, pero nada me extrañaba que dedicara las mañanas de los sábados a jugar al pádel, vestido por entero para la ocasión con ropa de marca, y los domingos se fuera al nuevo golf recién construido en tierra baldía, al lado de una nueva urbanización.

Al llegar a la habitación, deposité mis bártulos encima de la cama situada más próxima a la ventana y dejé a Vicente la que quedaba, situada al lado de la puerta del baño, la más cómoda en caso de una crisis prostática que dudaba que aún tuviera, aunque nunca se sabía…

En ese momento ambos nos sentíamos tensos e incómodos. Creo que Vicente comenzaba a arrepentirse de haberse ahorrado el importe de una segunda habitación. Si su mujer se llegaba a enterar de que había compartido habitación de hotel con una recién divorciada se le caería tanto el pelo como el dinero de los bolsillos, dado que la pensión millonaria que estaría obligado a pasar a su mujer y a sus dos hijos le dejaría en una precaria situación económica. Eso si no llegaba la historia a oídos de alguno de los gerentes de la compañía, gente de recatadas costumbres y estrechas miras. Vicente perdería su buena e impoluta reputación de inmediato.

Como no sabía muy bien como pasar el limitado tiempo del que disponíamos cogí mi bolsa de aseo y me encerré en el baño buscando intimidad. Tras refrescarme un poco y reconstruir el aspecto de mi cara tras el viaje, salí de allí relajada, aunque mi sosiego duró poco al contemplar el aspecto entre impaciente e inquieto de Vicente, que me esperaba sentado en su cama.

-Nos tenemos que ir ya o llegaremos tarde. –Dijo nada más verme.

-Creí que íbamos bien de tiempo. Perdona si me he entretenido más de la cuenta. –Dije yo excusándome.

Nos encaminamos al Palacio de Congresos a buen paso. En las inmediaciones del mismo había numerosos congresistas que, sin ningún tipo de pudor, exhibían con orgullo la tarjeta acreditativa que llevaban prendida de una pinza en un lugar destacado de su atuendo. El restaurante estaba a rebosar, jamás hubiera distinguido por los trajes a unos de otros, dado que prácticamente en su mayoría el color predominante era el azul.

No me sorprendió en absoluto la mayoría masculina del lugar, consecuencia de la típica política machista de las empresas privadas que desconfiaban irracionalmente del sexo femenino para ocupar puestos directivos. A pesar de que mi presentación saliera perfecta, sospechaba que Vicente, a la hora de la verdad, remolonearía a la hora de concederme ese ascenso que mi economía tanto deseaba.

Tras la exquisita comida con la que nos agasajaron, comenzaron las ponencias. El sopor del almuerzo unido al tono monótono y cansino de los ponentes se me estaba haciendo insoportable. Luchaba denostadamente por no quedarme dormida, pellizcaba mis dedos con las uñas, me revolvía en el asiento intentando buscar la más incómoda postura que me impidiera abandonarme en aquellas mullidas butacas de color granate.

Observé de reojo a Vicente, pero aguantaba firme y despierto, así que me olvidé de él como un aliado para escapar de allí. Miraba mi reloj con desesperación una y otra vez, intentaba hechizar las agujas para que éstas se movieran más deprisa, pero lo más que conseguía era aumentar mi relajación. Y caí tras luchar contra mí misma, tras rendirme ante aquella fuerza que cerraba mis ojos y me transportaba con todo su poder a un maravilloso mundo de paz y ausencia.

Los aplausos finales me despertaron antes de que lo hiciera mi jefe.

-Me ha parecido la ponencia más interesante. -Dijo Vicente mientras seguía aplaudiendo con intensidad.

-Sí, sí, a mí también me lo ha parecido.-Mentí.

-Quizás te pida que me hagas algo parecido a lo expuesto por el ponente el próximo mes. –Sonrío malicioso.

Y yo callé ante la falta de respuestas que venían a mi cabeza. Cualquier cosa que en ese momento me hubiera pedido me habría parecido más fácil y sencillo que lo que el soporífero ponente había expuesto en su presentación. Aunque esa sonrisa suya me despistaba. ¿Y si uno de los temas que hubiera tocado el ponente fuera de tipo sexual y lo que tuviera en mente mi jefe era que me dedicara a hacerle una buena mamada?