Abrí los ojos, era ya de día. Una terrible jaqueca parecía querer aplastar mi cabeza contra la almohada. Intenté levantarme, pero las bochornosas imágenes de la noche anterior venían a mí una y otra vez y me impelían a volver a mi estado letárgico. Siempre he presumido de buena memoria, pero en ese momento hubiera pagado lo que fuera porque mis conexiones neuronales se tomaran unas cortas vacaciones y aprendieran a no ser tan puñeteras.
Miré el reloj: eran las dos de la tarde… ¿No era justo ese día cuando había quedado con mi madre y mi hermana a comer? Salté de la cama como pude, pasé por el baño fugazmente y me vestí apresuradamente. Había quedado a las tres en el restaurante y ya eran las tres menos cuarto. Sabiendo que tardaba media hora en hacer el recorrido en metro se imponía coger un taxi. Las relaciones con mi madre eran de todo menos buenas y la puntualidad para ella era una de sus terribles virtudes. Tras pasar aproximadamente una centena de taxis ocupados encontré por fin uno libre.
Le di la dirección y me relajé en el asiento trasero. En diez minutos llegaríamos a mi destino. Cerré los ojos intentando aminorar el intenso dolor de cabeza provocado por la resaca que arrastraba y reflexioné sobre la idea de acompañar a mi jefe en un viaje. Estaba casi convencida de que su proposición tenía bastante de indecente, y que, más que ampliar mis expectativas laborales lo que pretendía era abrir mis piernas. Tener un rollo con él podía ser un arma de doble filo y posiblemente, tras el affaire yo iba a tener todas las de perder. Vicente era un hombre casado y responsable padre de familia. Tras calmar sus deseos conmigo vendrían los remordimientos, el amor que profesaba a su querida esposa y a sus dos retoños. Verme cada día en la oficina aumentaría su desasosiego, las imágenes de cama que se hubieran desarrollado entre nosotros en el viaje palpitarían en su cerebro hasta que, irremediablemente, tomaría la decisión más drástica: prescindir de mis servicios y echarme a la calle. Desaparecer de su influencia aliviaría su congoja y se sentiría de nuevo feliz. ¿Y yo? ¿Qué sería de mí? Divorciada y en paro, no podía ser más terrible mi situación para el nuevo año.
-¡Vaya por Dios! ¡Hoy toca huelga de ganaderos! –Dijo el taxista liberándome bruscamente de mis pensamientos.
Miré el panorama que se nos venía encima. Una marabunta de gente con pancartas taponando la carretera, algún que otro animal de cuatro patas haciendo de comparsa, la policía delante de todos ellos y una ingente cantidad de resignados conductores viendo la película desde sus vehículos.
-¿No puede buscar un camino alternativo?
-Imposible, estamos rodeados.
Intenté llamar a mi madre desde el teléfono móvil, pero había olvidado cargar la batería. No me acordaba de su número de teléfono y menos del nombre del restaurante para pedir el favor a mi taxista y que llamara por mí.
Y allí me quedé, viendo como pasaba el tiempo mientras mi hambre evolucionaba de leve a desesperante. Pagué al taxi y salí del vehículo resignada a comer en cualquiera de los restaurantes de comida rápida que se amontonaban en aquella zona.
Los copos de nieve comenzaron a caer: por desgracia parecían anunciar oficialmente la llegada de la Navidad…
Miré el reloj: eran las dos de la tarde… ¿No era justo ese día cuando había quedado con mi madre y mi hermana a comer? Salté de la cama como pude, pasé por el baño fugazmente y me vestí apresuradamente. Había quedado a las tres en el restaurante y ya eran las tres menos cuarto. Sabiendo que tardaba media hora en hacer el recorrido en metro se imponía coger un taxi. Las relaciones con mi madre eran de todo menos buenas y la puntualidad para ella era una de sus terribles virtudes. Tras pasar aproximadamente una centena de taxis ocupados encontré por fin uno libre.
Le di la dirección y me relajé en el asiento trasero. En diez minutos llegaríamos a mi destino. Cerré los ojos intentando aminorar el intenso dolor de cabeza provocado por la resaca que arrastraba y reflexioné sobre la idea de acompañar a mi jefe en un viaje. Estaba casi convencida de que su proposición tenía bastante de indecente, y que, más que ampliar mis expectativas laborales lo que pretendía era abrir mis piernas. Tener un rollo con él podía ser un arma de doble filo y posiblemente, tras el affaire yo iba a tener todas las de perder. Vicente era un hombre casado y responsable padre de familia. Tras calmar sus deseos conmigo vendrían los remordimientos, el amor que profesaba a su querida esposa y a sus dos retoños. Verme cada día en la oficina aumentaría su desasosiego, las imágenes de cama que se hubieran desarrollado entre nosotros en el viaje palpitarían en su cerebro hasta que, irremediablemente, tomaría la decisión más drástica: prescindir de mis servicios y echarme a la calle. Desaparecer de su influencia aliviaría su congoja y se sentiría de nuevo feliz. ¿Y yo? ¿Qué sería de mí? Divorciada y en paro, no podía ser más terrible mi situación para el nuevo año.
-¡Vaya por Dios! ¡Hoy toca huelga de ganaderos! –Dijo el taxista liberándome bruscamente de mis pensamientos.
Miré el panorama que se nos venía encima. Una marabunta de gente con pancartas taponando la carretera, algún que otro animal de cuatro patas haciendo de comparsa, la policía delante de todos ellos y una ingente cantidad de resignados conductores viendo la película desde sus vehículos.
-¿No puede buscar un camino alternativo?
-Imposible, estamos rodeados.
Intenté llamar a mi madre desde el teléfono móvil, pero había olvidado cargar la batería. No me acordaba de su número de teléfono y menos del nombre del restaurante para pedir el favor a mi taxista y que llamara por mí.
Y allí me quedé, viendo como pasaba el tiempo mientras mi hambre evolucionaba de leve a desesperante. Pagué al taxi y salí del vehículo resignada a comer en cualquiera de los restaurantes de comida rápida que se amontonaban en aquella zona.
Los copos de nieve comenzaron a caer: por desgracia parecían anunciar oficialmente la llegada de la Navidad…
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