Al llegar a casa tras una dura jornada de trabajo lo único que me apetecía era descansar en el sofá mientras miraba indiferente cualquier cosa que echaran en la televisión, pero saqué fuerzas de flaqueza, me puse mi inmaculado mandil y me propuse hacer de una vez aquellas croquetas de jamón que tanto se me resistían. El elaborarlas suponía más para mí de lo que pudiera parecer desde el exterior, era una necesidad de saber que era capaz de cumplir con unos planes establecidos a priori. Dado que mi vida amorosa era algo caótica, tanto como mi vida sexual, no me venía nada mal tener un punto de referencia en el que centrarme, aunque en este caso fuera culinario y comprobar que puedo decidir lo que hacer con mi futuro cuando me dé la gana.
Al leer la receta pensé que la mejor forma de maximizar mi tiempo para no tener que repetir todo el aparatoso proceso de creación de algo comestible era multiplicar los ingredientes por 5. No me venía nada mal tener caseras croquetas congeladas para sacar como buena anfitriona a mis invitados, concretamente a Andrés, el más fiel a la hora de degustar mis cenas.
Así que cogí una caja de mantequilla, un paquete de harina y la cazuela más grande que encontré y comencé a elaborar la salsa bechamel. Por lo que señalaba la receta, era algo simple y sencillo, tan simple como remover hasta que las muñecas flojearan mientras se iba echando la leche con la mano libre.
Tras cinco minutos en los que sentí que mi mano ya no era de mi propiedad y que los pinchazos que sentía en los dedos me recordaban que estaba equivocada y que el dolor sí era mío, y gastar unos tres litros largos de leche, conseguí una masa grumosa de aspecto no muy apetecible. Por más que mataba aquellas duras burbujas llenas de harina contra las paredes de la cazuela a medida que iban apareciendo, no conseguí bajar su número, es más, yo creo que se multiplicaban como por arte de magia.
Busqué ayuda en un cajón y la encontré en forma de batidora, la metí con ansiedad y obtuve por fin una bonita masa color crema, perfectamente elástica y sin un solo grumo. Eché el jamón en pequeños trozos tras cortarme un dedo y lo revolví ilusionada. Cuando apagué el fuego contemplé mi obra una y otra vez y me sentí orgullosa de mí misma, guardé la masa en el frigorífico y me fui a mi sofá. El guerrero necesitaba un merecido descanso tras la batalla. Encendí la televisión y en el preciso instante en que me acomodaba en el hueco que ya tengo domado en el sofá, mi móvil parpadeó anunciando la llegada de un mensaje: “¿Te apetece que nos veamos esta noche?”
Apagué la televisión y me dirigí al dormitorio para vestirme.
Al leer la receta pensé que la mejor forma de maximizar mi tiempo para no tener que repetir todo el aparatoso proceso de creación de algo comestible era multiplicar los ingredientes por 5. No me venía nada mal tener caseras croquetas congeladas para sacar como buena anfitriona a mis invitados, concretamente a Andrés, el más fiel a la hora de degustar mis cenas.
Así que cogí una caja de mantequilla, un paquete de harina y la cazuela más grande que encontré y comencé a elaborar la salsa bechamel. Por lo que señalaba la receta, era algo simple y sencillo, tan simple como remover hasta que las muñecas flojearan mientras se iba echando la leche con la mano libre.
Tras cinco minutos en los que sentí que mi mano ya no era de mi propiedad y que los pinchazos que sentía en los dedos me recordaban que estaba equivocada y que el dolor sí era mío, y gastar unos tres litros largos de leche, conseguí una masa grumosa de aspecto no muy apetecible. Por más que mataba aquellas duras burbujas llenas de harina contra las paredes de la cazuela a medida que iban apareciendo, no conseguí bajar su número, es más, yo creo que se multiplicaban como por arte de magia.
Busqué ayuda en un cajón y la encontré en forma de batidora, la metí con ansiedad y obtuve por fin una bonita masa color crema, perfectamente elástica y sin un solo grumo. Eché el jamón en pequeños trozos tras cortarme un dedo y lo revolví ilusionada. Cuando apagué el fuego contemplé mi obra una y otra vez y me sentí orgullosa de mí misma, guardé la masa en el frigorífico y me fui a mi sofá. El guerrero necesitaba un merecido descanso tras la batalla. Encendí la televisión y en el preciso instante en que me acomodaba en el hueco que ya tengo domado en el sofá, mi móvil parpadeó anunciando la llegada de un mensaje: “¿Te apetece que nos veamos esta noche?”
Apagué la televisión y me dirigí al dormitorio para vestirme.
1 comentario:
Oye, lo erótico que es cocinar.
O eso o que tú le pones sal a todo...
Un beso.
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