Al llegar a casa contemplo ofuscada que mis planes de ahorro no van a ser tan fáciles de cumplir como yo pensaba. Tendré que ir lentamente, eliminando poco a poco aquellas cosas que hasta ese momento calificaba de imprescindibles. Como quien intenta dejar una droga y necesita consumir metadona para no sufrir el síndrome de abstinencia.
Sumando y comparando veo que, lamentablemente, la mitad del dinero me lo he gastado en dulces y chucherías. Muy mal para mi economía y peor para mis caderas, quiero seguir conservando el buen tipo que mantengo no sin esfuerzo.
Extraigo de las bolsas de plástico, que por cierto he tenido que abonar, todas las materias primas y las distribuyo sobre la mesa. Por más que las miro no encuentro la solución al problema de cómo mezclarlas y en qué cantidades y acudo al libro de recetas de cocina, pero la tarea es ardua: carezco de muchos de los ingredientes para elaborar las recetas, el confuso lenguaje de “pizcas”, “puñados” y extrañas expresiones como “harina, la que embeba” me resultan imposibles de descifrar y observo que, tras pasar una larga temporada sin cocinar absolutamente nada, he olvidado lo poco que aprendí. ¿Sabré aún montar en bicicleta?
Tras hacer un concienzudo estudio sobre lo que puedo hacer me decanto por elaborar unas croquetas de jamón, no me gustan las congeladas, tienen una masa pastosa que se me pega al paladar al intentar deglutirla y sus indefinidos tropezones me producen cierto respeto, no soy capaz de identificarlos dentro de ningún grupo de comida y eso me preocupa lo suficiente para intentar filtrarlos uno a uno con la lengua. Tengo todo lo necesario para hacer unas exquisitas croquetas caseras así que me pongo manos a la obra de inmediato. Me cambio de ropa, lavo mis manos concienzudamente y comienzo la labor abriendo un paquete de harina, pero en ese preciso instante alguien llama a mi puerta.
Creo que voy a colgar del pomo de la puerta un cartel similar al que se pone en las habitaciones de los hoteles. El texto sería algo así como “no molesten” o “quiero que me dejen en paz de una puñetera vez”
Sumando y comparando veo que, lamentablemente, la mitad del dinero me lo he gastado en dulces y chucherías. Muy mal para mi economía y peor para mis caderas, quiero seguir conservando el buen tipo que mantengo no sin esfuerzo.
Extraigo de las bolsas de plástico, que por cierto he tenido que abonar, todas las materias primas y las distribuyo sobre la mesa. Por más que las miro no encuentro la solución al problema de cómo mezclarlas y en qué cantidades y acudo al libro de recetas de cocina, pero la tarea es ardua: carezco de muchos de los ingredientes para elaborar las recetas, el confuso lenguaje de “pizcas”, “puñados” y extrañas expresiones como “harina, la que embeba” me resultan imposibles de descifrar y observo que, tras pasar una larga temporada sin cocinar absolutamente nada, he olvidado lo poco que aprendí. ¿Sabré aún montar en bicicleta?
Tras hacer un concienzudo estudio sobre lo que puedo hacer me decanto por elaborar unas croquetas de jamón, no me gustan las congeladas, tienen una masa pastosa que se me pega al paladar al intentar deglutirla y sus indefinidos tropezones me producen cierto respeto, no soy capaz de identificarlos dentro de ningún grupo de comida y eso me preocupa lo suficiente para intentar filtrarlos uno a uno con la lengua. Tengo todo lo necesario para hacer unas exquisitas croquetas caseras así que me pongo manos a la obra de inmediato. Me cambio de ropa, lavo mis manos concienzudamente y comienzo la labor abriendo un paquete de harina, pero en ese preciso instante alguien llama a mi puerta.
Creo que voy a colgar del pomo de la puerta un cartel similar al que se pone en las habitaciones de los hoteles. El texto sería algo así como “no molesten” o “quiero que me dejen en paz de una puñetera vez”
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