Si me hubieran preguntado hace un año cómo celebraría mi trigésimo séptimo cumpleaños jamás hubiera contestado que lo haría prácticamente sola, eso a pesar de tener supuestamente dos amantes, o mejor dicho, un vecino que ni siquiera ha respondido mi mensaje de móvil invitándole a tomar una cerveza a mi salud en cualquier bar de la ciudad y un semi novio e hijo amantísimo de su madre que está tan estresado en el trabajo que ya no recuerda las veces que le he comentado que precisamente hoy era mi cumpleaños.
Nada he dicho a Clara, le estoy cogiendo tanta manía que creo que un día perderé los papeles y la empujaré por la ventana. No concibo otra solución más civilizada que aplaque mi ira por ser tan estúpida y no haberla echado ya con la conjunción de bellas palabras como “lárgate ya” o “no te aguanto más”.
Creo que soy víctima de un bloqueo emocional que me impele a la indecisión más absoluta y a la incapacidad para decir las cosas claramente. Esta no soy yo. La diaria tortura a la que me somete Clara de pensamientos negativos está haciendo mella en mí. Siento que mi interior grita “socorro” y no encuentra en el exterior auxilio alguno. A pesar de todo, encuentro fuerzas suficientes para arreglarme, coger el bolso y despedirme de mi compañera de piso cuya abominable imagen compuesta de bata guateada, rulos y una palangana de palomitas se sellan en mi mente como una terrible pesadilla. Le respondo con desgana diciéndole que voy a casa de mi madre y a pesar de su insistencia en que me quede, hago oídos sordos y cierro la puerta con fuerza.
Camino sin rumbo enlazando una calle con otra. Respiro el aire tibio del verano que se esfumó sin apenas darme cuenta, el sol ejerce un efecto acelerador del tiempo. Los días de calor pasan tan rápidos como las páginas de un libro abierto en medio de una ráfaga de aire. Mis esperanzas de cambio de principios de verano se han convertido con la llegada del equinoccio de otoño en decepción. Me adentro en el gran parque situado en la zona norte de la ciudad y me siento en un banco frente al lago. Observo comer con ansia a las ánades de mano de los niños que empachan sin compasión a los patos que se acercan a ellos. Me dejo resbalar en el asiento y estiro mis piernas mientras cierro por unos segundos los ojos consiguiendo relajarme con el sonido de las hojas que se agitan con el viento.
Al abrirlos, observo que encima del banco hay una tarjeta de visita que me había pasado desapercibida al sentarme. Leo y releo una y otra vez su contenido y me sorprendo tanto que miro en todas las direcciones por si acaso hay alguien cerca que me conoce y pretende investigar mis reacciones al descubrir el pequeño trozo de papel. Porque si no, ¿quién es el que me ha dejado una tarjeta de visita de una especie de sanador energético que se dedica a eliminar precisamente bloqueos emocionales?
Nada he dicho a Clara, le estoy cogiendo tanta manía que creo que un día perderé los papeles y la empujaré por la ventana. No concibo otra solución más civilizada que aplaque mi ira por ser tan estúpida y no haberla echado ya con la conjunción de bellas palabras como “lárgate ya” o “no te aguanto más”.
Creo que soy víctima de un bloqueo emocional que me impele a la indecisión más absoluta y a la incapacidad para decir las cosas claramente. Esta no soy yo. La diaria tortura a la que me somete Clara de pensamientos negativos está haciendo mella en mí. Siento que mi interior grita “socorro” y no encuentra en el exterior auxilio alguno. A pesar de todo, encuentro fuerzas suficientes para arreglarme, coger el bolso y despedirme de mi compañera de piso cuya abominable imagen compuesta de bata guateada, rulos y una palangana de palomitas se sellan en mi mente como una terrible pesadilla. Le respondo con desgana diciéndole que voy a casa de mi madre y a pesar de su insistencia en que me quede, hago oídos sordos y cierro la puerta con fuerza.
Camino sin rumbo enlazando una calle con otra. Respiro el aire tibio del verano que se esfumó sin apenas darme cuenta, el sol ejerce un efecto acelerador del tiempo. Los días de calor pasan tan rápidos como las páginas de un libro abierto en medio de una ráfaga de aire. Mis esperanzas de cambio de principios de verano se han convertido con la llegada del equinoccio de otoño en decepción. Me adentro en el gran parque situado en la zona norte de la ciudad y me siento en un banco frente al lago. Observo comer con ansia a las ánades de mano de los niños que empachan sin compasión a los patos que se acercan a ellos. Me dejo resbalar en el asiento y estiro mis piernas mientras cierro por unos segundos los ojos consiguiendo relajarme con el sonido de las hojas que se agitan con el viento.
Al abrirlos, observo que encima del banco hay una tarjeta de visita que me había pasado desapercibida al sentarme. Leo y releo una y otra vez su contenido y me sorprendo tanto que miro en todas las direcciones por si acaso hay alguien cerca que me conoce y pretende investigar mis reacciones al descubrir el pequeño trozo de papel. Porque si no, ¿quién es el que me ha dejado una tarjeta de visita de una especie de sanador energético que se dedica a eliminar precisamente bloqueos emocionales?
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