domingo, 12 de octubre de 2008

Reconciliación

Juan Carlos llegó a mi casa una hora después de haber aceptado su propuesta. No hablamos de nada que pudiera significar describir el tipo de relación que manteníamos, yo por lo menos, lo desconocía. Lo que sí me resultaba algo extraño era verle en mi sofá, cuando en días pasados el que se había sentado en él era Andrés. Por lo menos, demostraba la suficiente “profesionalidad” como para no confundirme de nombre entre uno y otro, porque de alguna manera, en esta etapa de mi vida estaba pasando por una extraña y recurrente bigamia, legalmente permitida dado que no me había unido en matrimonio a ninguno de los dos. Lo que empezaba a ver menos claro es con cual de ellos me apetecía tener una relación al cien por cien, con Juan Carlos y su defensa a ultranza de la independencia y sus frecuentes desapariciones parecía difícil, y con Andrés, del que nada sabía más que su lugar habitual de residencia y sus artes amatorias, menos. Mi vecino tenía por costumbre no hablar después del sexo, algo usual en la mayoría de los hombres, pero tampoco antes; en cambio, se explayaba ampliamente durante las relaciones. Su lenguaje en esos momentos de placer distaba mucho de ser correcto, pero era efectivo y conseguía calentarme lo suficiente en poco tiempo. Aparte de la temática sexual no hablaba prácticamente de nada más con él. Intentaba sonsacarle de su vida, su trabajo, sus relaciones pasadas, pero siempre evitaba contestar, lo más, me miraba con una media sonrisa en la boca y me instaba con su gesto a desistir.

Crucé los dedos para que aquella noche mi vecino estuviera ocupado y no se presentara de improviso en mi casa. Tener al amante al lado puede tener sus ventajas, fundamentalmente en términos de ahorro energético, pero también tenía sus inconvenientes, el principal lo tenía ahora entre mis piernas, aunque lo cierto es que tampoco le puedo llamar inconveniente, más bien al contrario, ¡oh cielos, qué placer…!

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