miércoles, 1 de octubre de 2008

Salvatore Pizzo, el galán del mar


La historia de Clara removió todo lo que yo deseaba que quedara olvidado para siempre. Sabía que era imposible, formaba parte de mi pasado y ni siquiera el transcurso de los años era capaz de borrarlo. Realmente pensar en la historia de mi madre me daba cierto miedo, igual que cuando uno no quiere tener contacto con alguien enfermo para no ser víctima de contagio.

Fue cuando yo tenía siete años cuando mi madre nos reunió a mi hermana y a mí y nos confesó que mi padre había desaparecido en la mar. Había fallecido fatalmente una noche en la que el barco en el que trabajaba zozobró, lanzándole a las aguas como si de un maldito se tratara. Lloré su muerte bajo las sábanas de mi cama muchas noches, aunque no comprendía la frialdad de mi madre por aquel hecho que parecía no perturbar su espíritu. No derramó ni una sola lagrima en nuestra presencia. Al principio pensé que era simplemente para que viéramos que su fortaleza podía con las calamidades y como buena madre, tenía que dar ejemplo a sus hijas, huérfanas en ese momento de padre. Fue un día de rebeldía adolescente cuando criticando duramente su falta de sentimientos en comparación con los que el recuerdo me daba de mi padre cuando saltó, confesándonos la cruda verdad.

Mi padre se llamaba Salvatore Pizzo, y lo digo en pasado, porque a estas alturas de mi vida poco me importa ya que esté vivo o muerto. Había nacido en un pequeño pueblo de Italia llamado Positano, situado en el sur de Italia. De padres pescadores, comenzó muy temprana su afición a la mar, haciéndose marino mercante al cumplir los dieciocho años. Su porte distinguido y su cálida voz hacían embaucar a las muchachas a las que iba enamorando de puerto en puerto. Fue en unas vacaciones que mi madre pasó con su familia en Cádiz cuando se conocieron. Se enamoraron perdidamente y en un acto de locura se casaron tras dos meses de relaciones, justamente antes de que Salvatore tuviera que embarcarse de nuevo. Por aquel entonces trabajaba en un petrolero, no le faltaba el dinero y convenció a mis abuelos de que era más que un buen partido, un partidazo para su niña.

Pero en dos años, la familia se duplicó, y nacimos María y yo. Salvatore no llevaba nada bien la vida casera con hijas a cargo y anhelaba ya al segundo día de estar en casa volver a la mar y a su independencia. Las ausencias de mi padre se hicieron más prolongadas y mi madre cada vez estaba más desesperada intentando vivir sin marido y con dos hijas a su custodia. La memoria es algo injusta, pues de aquellas ausencias y los pesares de mi madre no me acuerdo, tan sólo recuerdo la alegría de ver regresar a mi padre y los regalos que traía de lejanos lugares.

Y un buen día no volvió. Mi madre miraba el calendario, haciendo cuentas sobre los días que había estado en la mar, pero ya eran demasiados, el obligado descanso tenía que haberle llegado hacía tiempo. Al no tener noticias pensó que le habría pasado algo, quizás había enfermado y sus compañeros de barco no la querían alarmar hasta no estar bien. Nerviosa por la espera no tardó en llamar a la mujer del mejor amigo de mi madre y fue por ella por la que se enteró de que mi padre había conocido a otra mujer y que no tenía pensado volver a casa, ni siquiera para dar explicaciones o despedirse. Abandonó a su mujer y nos abandonó a nosotras sin ningún cargo de cargo de conciencia por su parte.

Quizás haya influido aquella historia ahora en mi vida y haya condicionado mi forma de relacionarme con los hombres, todos mis miedos, mis dudas y mi necesidad de buscar al hombre perfecto, sí, ese que no te abandona por otra. La verdad es que, tras ver lo que le ha pasado a Clara, a veces pienso si no merecería la pena hacerse un cruce en los genes para convertirse en lesbiana, olvidar el proceloso e incomprensible mundo masculino y tratar simplemente con mujeres que tienen la misma forma de pensar que yo. Lástima que sigan sin gustarme y me pierda por una voz masculina y un buen instrumento entre las piernas…

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