martes, 23 de diciembre de 2008

Crisis

Estaba claro que ese día lo iba a recordar como uno de los más aciagos de mi vida, porque las sorpresas, casi todas ingratas, no se habían terminado todavía. Lo que menos me esperaba al llegar a mi casa y salir del ascensor era encontrarme con mi vecino entrando en su casa con una de sus rubias de bote, una hilarante pechugona minifaldera con patas de alambre y tacones de aguja a la que hubiera empujado escaleras abajo de no ser porque no tenía ni fuerzas para ello. Andrés y yo cruzamos nuestras miradas tan sólo un segundo, pero fue suficiente para entender que lo nuestro ya era agua pasada y que no tenía ningún derecho a reprocharle nada, igual que había hecho él mientras yo estaba con Juan Carlos.

Al entrar en casa y ver el aspecto lamentable en la que había quedado tras la fiesta sorpresa, se me cayó el alma a los pies. Estaba convencida de que Clara, que en ese momento ya estaba durmiendo plácidamente en la habitación de invitados, no me ayudaría lo más mínimo a recoger aquel desastre al día siguiente. A punto estuve de levantarla y decirle que se marchara en ese mismo momento pero tan sólo me quedaba batería suficiente para tirarme en mi cama e intentar olvidar, olvidar y superar cuanto antes el dolor del engaño.

Me desvestí con rabia tirando mi ropa al suelo y me tumbé completamente desnuda tapándome con el edredón. Las imágenes de aquel aciago día se agolpaban en mi cerebro sin pausa alguna y por más que intentaba relajarme y dejar la mente en blanco era incapaz.

Sentí frío y me di cuenta de que estaba tiritando a pesar de que dentro de la cama hacía calor. Probé a frotar mis piernas entre sí y comprobé que mi temperatura subía ligeramente, así que comencé a acariciar mi cuerpo vehementemente para apaciguar mi ira y calmar mis nervios. Últimamente la masturbación se había convertido en mi mejor aliada para conseguir desconectar de todos mis problemas.

Mientras lo hacía, los ruidos del muelle de la cama de mi vecino, que tan familiares me resultaban, alteraron la paz que estaba a punto de lograr. Oí los alaridos que la acompañante de Andrés daba en ese momento y sentí rabia y envidia por no estar en ese momento en su lugar.

Y yo también empecé a gemir. Esperaba que Andrés me oyera y se diera cuenta de que me lo estaba pasando igual de bien que él o más.

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