lunes, 8 de diciembre de 2008

Furiosa y con ganas de venganza

Creo que en mi vida me había sentido tan furiosa. Juan Carlos vivía en las afueras, así que cogí el primer taxi libre que se dio cuenta de mi presencia y me dirigí en su busca. No tenía preparado el guión de lo que le iba a decir, pero estaba convencida de que la fluidez verbal no me faltaría gracias a la sobredosis de adrenalina que circulaba por mi cuerpo amenazando con provocarme un paro cardiaco. Tenía tanta rabia que ni siquiera era capaz de llorar. ¡Cómo había podido ser tan tonta de no darme cuenta antes! ¡Cómo había podido ese hijo de puta ser tan desgraciado para jugar con mis sentimientos! ¡Y yo pensando que el problema era lo absorbente que era su madre! Bajo tierra era imposible que tuviera ninguna influencia sobre su hijo, lo más, sobre los gusanos que podría alimentar.

El viaje se me estaba haciendo eterno, mi furia no tenía paciencia para esperar en los semáforos rojos, ni frenar en los pasos de cebra para dejar pasar a los peatones. Creo que hice bien en dejar el coche en el garaje, dado mi estado, hubiera tenido con toda probabilidad algún accidente. Y es lo que me hubiera faltado para celebrar el día de mi cumpleaños por todo lo alto.

Lo cierto es que el taxista pareció percibir mi estado de nervios porque intentó darme conversación y no encontró mejor tema que el de la crisis económica. Si pretendía relajarme precisamente con eso lo llevaba claro. Es curioso ver como en épocas de bonanza la gente habla de todo: de cine, de bares, de sexo, de informática, de juegos…, de todo menos de economía, y en épocas de recesión nacen expertos economistas por todas las esquinas. El taxista, que hablaba con la seguridad de creerse conocedor de la verdad, me expuso con un detalle encomiable las recetas económicas que él tenía preparadas y que solucionarían definitivamente el hundimiento económico mundial. Yo le miraba sin mirar, le oía sin querer escuchar, en esos momentos, la crisis económica me daba igual, sus soluciones me resbalaban y sólo pretendía llegar a la casa de Juan Carlos y ver cara a cara a aquel mamón de agua dulce.

Mi cuerpo temblaba, pero no de frío, y mi corazón hacía tan sólo un rato que parecía haberse roto en mil pedazos. Mis 37 años me habían traído como regalo una desagradable sorpresa, me habían traído de regalo la verdad.

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