domingo, 2 de marzo de 2008

Posibles chantajes


Jamás pensé que una buena dosis de fotografía erótica involuntaria fuera a proporcionarme tanta popularidad. Mientras salíamos de la sala tras terminar la jornada matutina se me acercaron numerosos congresistas felicitándome por mi exposición. Yo les miraba con cara de pocos amigos, pues no dudaba que aquellas efusivas felicitaciones se debían a la exposición de mi cuerpo desnudo ante sus ojos más que a la exposición de la problemática laboral en la empresa ficticia que planteaba en mi ponencia. Mi jefe me salvó de todos ellos agarrando mi brazo y llevándome a comer fuera para evitar cualquier tipo de acercamiento por parte de más admiradores. Al lado del Palacio de Congresos encontramos un restaurante francés al que se accedía por unas estrechas escaleras. El sitio era pequeño y tan sólo había media docena de mesas. La luz entraba con timidez por la única ventana que tenía el local, situada en una de sus paredes laterales. En la decoración había un color que predominaba por encima de todo, el rojo: lámparas de cristales encarnados, papel pintado hasta media altura del mismo color y manteles a juego. Si no hubiera visto el aspecto de los comensales, ejecutivos con su traje de rigor comiendo en su hora de trabajo, habría pensado que el restaurante formaba parte de una cadena de clubs de alegre moral.


El pequeño local antiguamente vivienda y ahora restaurante, proporcionaba, dadas sus dimensiones, una falta total de intimidad. Cualquier comentario o conversación de cualquiera de las mesas podía ser escuchado sin mucho esfuerzo en todo el recinto. En nuestro caso daba igual que nos oyeran, nuestra conversación era nula. Los únicos sonidos que salían de nosotros eran las toses que alternábamos con alguna inspiración más profunda y sonora, aderezada con el suave roce de los cubiertos en los platos de cerámica mientras comíamos.


Yo no tenía hambre, tan sólo sentía una insaciable sed producida por el agotamiento nervioso. Las imágenes de las fotos se sucedían en mi retina castigándome injustamente. Por más que intentara concentrarme en hacerlas desaparecer, volvían a asomar en los lugares más insospechados: en la bandeja plateada del pan, en el cristal de las gafas del hombre del traje gris que sorbía con ansiedad su sopa, en el espejo de mi bolso al que acudí para contemplar mi aspecto unos segundos aprovechando que Vicente se fue al baño…


Seguía siendo incapaz de intuir lo que podía estar pensando mi jefe. De alguna forma estaba resignada a mi suerte, fuera cual fuera ésta. Hacía mentalmente cuentas del tiempo en el que por lo menos tendría derecho a cobrar el paro para poder dedicarme en cuerpo y alma a buscar un nuevo empleo.


Al recordar lo acontecido la noche anterior en el hotel se me ocurrió una idea que al principio consideré peregrina y después brillante. Si de nuevo mi jefe esa noche mostraba sus habilidades masturbatorias, siempre podría sacarle unas bonitas fotos con mi móvil y utilizarlas en un momento dado en mi propio beneficio…


1 comentario:

Félix Amador dijo...

Pero qué malas sois las mujeres.

De todas formas, habiéndote metido donde te has metido, es mejor que tengas esas fotos en una caja fuerte, por si acaso.

Y sí: te veo en la cúpula directiva si sigues con esos powerpoints.

Besos.