He hecho prometer a Pepe que no me va a sorprender de nuevo con una bajada de pantalones o desapareceré de inmediato del sarao. La fiesta se va a celebrar en casa de Juan Carlos. He intentado que me cuente algo de todos ellos, pero sus descripciones dejan mucho que desear: “ni alto ni bajo, ni fuerte ni delgado, ni serio ni simpático”. Así que será una fiesta sorpresa, con unas quince personas aproximadamente, casados, solteros y algún que otro divorciado, como por ejemplo yo.
Esta vez iré más serena, me he jurado a mí misma no lanzarme sobre ningún varón hasta haberme cerciorado con calma de que su vida amorosa o sentimental no supone ningún impedimento. Otra fiesta haciendo el ridículo y me tiro de cabeza por el puente de la autovía.
Como el día lo tengo libre, he aprovechado para acercarme a las tiendas del centro en busca de algún vestido de fiesta para esta noche. He cogido manía al vestido negro, parece que cada vez que me lo pongo, una especie de maldición se apodera de mi persona, gafándome la jornada hasta que por fin me desprendo de él.
Es imposible transitar por las calles, pero es incluso peor estar dentro de las tiendas. Cientos de mujeres buscando precisamente lo mismo que yo se empujan sin mesura al acecho de las primeras ofertas de las navidades.
Tengo muy claro lo que quiero: un vestido muy corto, muy escotado y muy pegado a mi cuerpo, tal que si fuera mi segunda piel. Dos candidatos en mi mano y una larga cola de personas que conduce a los probadores. En breve sabré cual es el ganador: o el rojo con tirantes muy escotado aunque algo largo de falda o el de lentejuelas doradas, escote palabra de honor y suficientemente corto para que mis muslos luzcan sugerentes y apetitosos.
Por fin entro en uno de los estrechos probadores. Por más que miro, no veo ningún colgador para dejar mi abrigo, el bolso, la chaqueta, los pantalones, la blusa y el sostén, así que, intentando acordarme de mi época infantil en la que jugaba al baloncesto, intento encestarlo en la barra que sostiene la cortina de protección que me aísla de la muchedumbre. El cubículo no puede ser más pequeño, la luz es mortecina y el espejo se lo han ahorrado poniendo uno gigante y bien luminoso en el exterior al que irremediablemente hay que dirigirse para no comprar a ciegas. No puedo estar más sexy cuando salgo hacia él con mi vestido rojo y mis calcetines multicolores que llevo siempre que visto pantalones. Por lo menos, a pesar de todo, puedo presumir de buen tipo y no tengo que luchar contra ninguna cremallera rebelde como la mujer voluminosa que tengo a mi derecha intentando calzarse sin éxito un vestido de satén negro.
Al final decido contagiarme del espíritu hortera de las fiestas navideñas y me quedo con el vestido de lentejuelas doradas. Nueva cola para pagar, incluso aún más larga que la de los probadores. Cojo mi bolso y sorpresivamente lo encuentro abierto. Busco y rebusco dentro de él y compruebo asustada que me falta la cartera. Vuelo de nuevo al probador ante el griterío de las mujeres que siguen esperando en la cola y que piensan que me quiero colar. Me agacho y miro al suelo: dos pies desnudos, unos zapatos de tacón pero ni rastro de lo mío. Pregunto a la ocupante del lugar y ante su negativa y la de todas las mujeres con las que me voy cruzando, decido poner la correspondiente denuncia, no sin antes, pagar mi maravilloso vestido dorado con la única tarjeta que escondo en uno de los bolsillos interiores.
Camino a comisaría intento recordar mentalmente todas las tarjetas que debo anular, el dinero que tenía y todos los documentos importantes que hay que renovar. Todo un desastre para terminar el año.
Abrocho mi abrigo y busco en uno de sus bolsillos un pañuelo, tengo la nariz taponada y un alto porcentaje de probabilidades de haber sido víctima de un ataque de nuevas hornadas de jóvenes virus recién nacidos para fastidiar el nuevo año. Mi mano se queda paralizada cuando palpo precisamente la cartera que yo creía perdida. El susto ha desaparecido, pero a pesar de hacer memoria, no recuerdo haberla puesto ahí y estaba convencida de que en mi búsqueda yo había mirado todos y cada uno de mis bolsillos.
Di gracias a mi incipiente catarro por haberla descubierto justo antes de llegar a comisaría…