Se dice que pasar de lo malo a lo bueno no cuesta, que los cambios si son a mejor son siempre bienvenidos y que es más difícil asimilar cualquier modificación en nuestra vida de carácter negativo. Esta reflexión es tan obvia como que el mar es azul y todos los ombligos son redondos, o casi redondos.
Lo cierto es que mi vida no estaba yendo por muy buen camino en todos los sentidos. Trabajaba de sol a sombra por un mísero sueldo que se esfumaba como si estuviera formado por esencias altamente volátiles. El sobresueldo conseguido a causa de las horas extras era una buena ayuda, pero simplemente para sobrevivir, miraba los días que faltaban para final de mes con angustia, y a pocos cálculos que hiciera nada más cobrar sabía que ese mes, tampoco ahorraría.
Para no tener problemas de encuentros inesperados en los aseos mientras trabajaba por las tardes, decidí que lo mejor era subir a los aseos del piso superior, el camino era más largo, pero se agradecía para hacer acortar el tiempo que restaba para salir de aquella prisión. Me acostumbré resignada a trabajar más tiempo, aunque dudo que mi productividad aumentara lo más mínimo, es más, creo que durante la jornada normal de trabajo me tomaba más tiempo en resolver los expedientes, entreteniéndome con cada cliente que viniera más de lo acostumbrado.
Mi familia tampoco me daba muchas alegrías. Mi hermana llevaba ya demasiados meses saliendo con mi ex como para pensar que la relación era simplemente un rollo. El niño que esperaban era la evidente muestra del amor que se profesaba el uno por el otro. Aunque al hacerlo se me pusieran los pelos de punta, se podía decir que era una relación realmente consolidada de paseos, cine, cenas y domingos en casa de mi madre, la cual me echaba unos cuantos rapapolvos cada vez que faltaba a aquellas terribles comidas familiares en las que tenía que tragarme mi orgullo y mi dignidad. Y faltaba mucho. Siempre había excusas para no ir: un catarro, una cita importante, una gastroenteritis, trabajo atrasado. Supongo que mi madre no era tonta y se daba cuenta de la verdadera razón para no ir a aquellos encuentros, si bien es cierto que nunca me preguntó por mi estado de ánimo porque María y Manolo estuvieran juntos y encima embarazados.
Respecto a mi vida sexual-amorosa-sexual tampoco iba viento en popa. Mi vecino sufrió una especie de mutación y comenzó a desaparecer noche tras noche de su casa de lunes a viernes, y aunque es verdad que intentaba verme los fines de semana, eran justo los días en que estaba con Juan Carlos. Yo le ponía todo tipo de excusas más o menos creíbles, aunque dudo que fuera tan estúpido como para no saber que estaba con alguien. Yo contraatacaba y le intentaba llevar a mi terreno, diciéndole que las semanas tenían siete días y que podíamos vernos entre semana si a él le apetecía. Por más que le preguntaba la razón de sus salidas nocturnas, no me decía nada más que había cambiado de turno en el trabajo y que tenía que trabajar toda la noche. A mí me resultaba difícil de creer, dado que dudaba de que su trabajo de administrativo le requiriera aquel horario tan especial. Intuía que la razón era otra completamente distinta: la existencia de otra mujer a la que veía fuera de su apartamento para no encontrarse conmigo. Echaba de menos sus visitas de improviso, las noches de sexo desenfrenadas y las cenas juntos, le echaba mucho de menos la verdad... No quería prescindir de él o mejor dicho, no podía. La unión que había conseguido con él en la cama no la había conseguido jamás con nadie y sentía que a pesar de no beber o fumar, tenía una incontenible adicción por tener su cuerpo junto al mío. Pero yo ya había hecho mi elección y a pesar del mar de dudas en el que vivía, me había decantado finalmente por Juan Carlos.
Y es que Juan Carlos y yo seguíamos juntos más o menos, las menos era cuando me plantaba misteriosamente por su madre, a la que quería conocer para darle la enhorabuena por tener un hijo tan atento y cumplidor. Me empezaba a escamar de todo lo que me decía, o de lo que no me decía. Es cierto que no le pillaba en ninguna mentira, pero mi intuición me decía que era un embustero. Nuestra relación iba y venía como las olas que chocan contra la arena y después vuelven hacia el mar. Salíamos, hacíamos el amor, volvíamos a salir, pero no hacíamos planes juntos, ni hablábamos de un futuro próximo, eso estaba fuera de discusión. Era él el que decidía dónde íbamos, qué noches salíamos y cuales no. Cuando llegaba el fin de semana, no sabía qué sería de mi vida hasta que él comenzaba a exponer sus planes. Ni siquiera, a pesar de mi insistencia, coincidimos durante las vacaciones de verano ni un solo día. Es verdad que tampoco tenía mucho dinero para irme a ningún sitio, pero lo hubiera sacado de debajo de las piedras si hubiera querido que pasáramos juntos aunque fuera una semana juntos.
Esta forma de comportarse me reportaba una gran inseguridad en mi vida, me gusta saber lo que tengo en cada momento y dejar atadas las cosas. Era una sensación de estar con alguien y no estar, sentía que me estaba dando menos de lo que él podría, se reservaba tanta parcela de su vida para él, que yo me sentía como Alicia intentando entrar por la pequeña puerta que daba al País de las Maravillas. Lo mismo que Alicia tenía que hacer yo, tomaba el brebaje de “no pasa nada, tengamos paciencia” y me empequeñecía para poder pasar al mundo de Juan Carlos. Nada de preguntas, nada de interrogantes, nada de dudas, todo ello atacaba su infinita independencia. No eran infrecuentes las ocasiones en las que él me amenazaba con dejar la relación si no le dejaba “su espacio”.
Tras sus amenazas intentaba no perder la paciencia y contaba en silencio hasta cien para no mandarle definitivamente a la mierda y que cada uno se fuera con su independencia donde le diera la gana. Porque realmente lo que yo pensaba en aquellos fines de semana en los que él decidía y yo asumía era que el egoísmo se había enquistado en él desde tiempos remotos, quizás desde que su madre le mimaba en su tierna infancia.
Pero lo peor de todo de mi vida actual es que no sé decir que no, Clara lleva instalada en mi casa tantos meses que ni me acuerdo la razón por la que vino, miento, me lo recuerda cada noche cuando yo intento ver la televisión y evadirme de su presencia. Es cierto que paga los gastos de la casa a medias, con el alivio que me supone, pero es una auténtica calamidad, desordenada, sucia y caótica. Mi casa con ella no ha vuelto a ser la misma y bien pensado, ha resultado ser algo gafe para mí, ya que justamente desde que ella vino, Andrés dejó de entrar en mi casa. Me he propuesto de aquí a final de año, echarla definitivamente, necesito volver a sentir la paz interior que a veces sentía en la soledad de la que ahora carezco, de volver a tener colocadas mis cosas, de no contemplar horrorizada bragas ajenas tiradas en el suelo del baño y de no ver todo tan sucio y desaseado.
Hago la lista de las tareas que tengo pendientes, de las metas que me gustaría conseguir y siento que tengo todavía demasiado camino por delante, es más, parece que cada vez está todo más alejado. Me miro al espejo, aspiro firmemente y me digo a mí misma que mañana todo cambiará.
Mañana cumplo 37 años.